La crisis climática, la erupción volcánica, la pandemia de coronavirus, los rumores de colapso energético, el encarecimiento de los precios... El bombardeo constante de informaciones alarmantes parece anunciar que el fin del mundo se avecina. De hecho, por el tono catastrofista da la sensación de que dentro de nosotros se esté incubando un íntimo deseo para que todo se vaya al garete de una vez por todas. Es una afición presente en todas las civilizaciones, que con sus sistemas de creencias se esfuerzan por tratar de dar sentido a la vida. La sensación de fatalidad ya existía en la época de Egipto, de Mesopotamia... y a partir del momento en que el cristianismo se convirtió en la religión hegemónica de Europa, el Apocalipsis de San Juan fue la gran amenaza. En ese pasaje bíblico se anuncia el Juicio Final y el regreso de Jesucristo a la Tierra.

El grabado 
‘Apocalipsis’ (1498)
de Alberto Durero.

El grabado ‘Apocalipsis’ (1498) de Alberto Durero. Xavier Carmaniu Mainadé

Cuando se acercó el año 1000, muchos pensaron que el hijo de Dios aprovecharía la cifra redonda para hacer acto de aparición. Los sacerdotes, con sus prédicas, ayudaron a incrementar la sensación de pánico entre la población, que vivía con el temor a un desastre inevitable. Pero después del 1000 vinieron el 1001, el 1002... y no pasó nada.

Durante los siglos XIV y XV, en la Corona de Aragón proliferaron muchos textos proféticos inspirados en la Biblia. Tal y como ha estudiado la historiadora Eulàlia Duran, en muchos casos eran promovidos por los propios monarcas por un interés político. Desde los primeros años del cristianismo existía una corriente de pensamiento llamada milenarismo, que defendía que el fin del mundo se produciría después de mil años de Paraíso en la Tierra, una etapa acomodada, sin guerras ni necesidad de trabajar. Luego llegaría el Anticristo, que sería derrotado por un Monarca Universal con la ayuda del Papa del Roma. La duda era saber quién sería ese rey de reyes. Y ahí es donde entraban las profecías. Cada corte tenía las suyas y todas barrían hacia casa, asegurando que el honor de vencer al Anticristo recaería en su linaje.

En el caso de la Corona de Aragón, los textos solían ser predicados por monjes franciscanos tanto en las iglesias como en las plazas y calles de las ciudades. Aunque inicialmente estaban en latín, como el objetivo era difundirlos entre el pueblo llano, pronto se utilizaron las lenguas vernáculas. Sus autores podían ser los propios eclesiásticos, aunque en València se sabe que muchos surgieron de la pluma de judíos y musulmanes conversos. Eran extremadamente entusiastas enalteciendo al rey. Les movía el miedo. En 1391 los judíos habían sufrido la persecución de los pogromos, y los musulmanes, aunque eran más tolerados, temían correr la misma suerte (como acabaría ocurriendo). La única esperanza era congraciarse con la corona para que les defendiera ante la autoridad eclesiástica. Y qué mejor forma de ganarse la simpatía de un rey medieval que anunciarle que estaba destinado a ser el señor de todos los monarcas de la Tierra.

Como todo buen relato, necesitaban un enemigo terrible, que nada más pronunciar su nombre, a la gente se le pusieran los pelos como escarpias; por eso se asoció el Anticristo con los turcos. De este modo, las profecías también eran una buena herramienta para promover las campañas bélicas contra las tierras infieles. Ahora bien, cuando Martín Lutero inició el movimiento de la Reforma, cambiaron el objetivo. Los protestantes se erigieron como el nuevo gran adversario.

El relato se adaptaba en función del rey que ocupara el trono. El que más textos de este tipo inspiró fue Fernando el Católico, porque en sus manos se reunieron las coronas de Sicilia, Castilla, Aragón y Granada. Sus coetáneos consideraban que era el escogido, pero a la hora de la verdad no ocurrió nada. Al igual que tampoco ha sucedido en todas las demás ocasiones en que se ha pronosticado el fin de todo... a menos que entre el tiempo de escribir este artículo y su publicación el planeta haya saltado por los aires.

Ahora bien, esto no significa que el mundo se mantenga impertérrito. Al contrario. Como no termina, avanza y evoluciona. La cuestión es decidir en qué dirección queremos que lo haga.

El temor al ‘efecto 2000’

Uno de los últimos episodios apocalípticos se vivió en 1999, cuando se instaló el temor de que los sistemas informáticos se colapsaran con el cambio de año. Muchos programas contaban los años solo con los dos últimos dígitos: se pasaría del 99 al 00. Parecía que esto iba a causar muchos problemas, pero el 31 de diciembre, tras las uvas, todo siguió igual.