Hay en Phoenix zonas bastante plúmbeas que permiten distraerse pensando en qué hubiera hecho con este material un cineasta que le diera todo el desgarro, toda la rabia, todo el romanticismo virulento que la historia reclama a gritos dejándose de susurros distantes. Y no hay que irse a clásicos de la industria como Douglas Sirk o Hitchcock, de cuyo Vértigo bebe la película a morro, basta con quedarse en Alemania y recordar al hoy injustamente arrinconado Fassbinder, que jugaba casi siempre al margen y en sus grandes momentos convertía la pantalla en una erupción de lava visual que antes de enfriarse quemaba con imágenes acongojantes. Phoenix es una película altamente recomendable pero deja un poso agridulce. Que Petzold es un director inteligente y lleno de buenas ideas (sólo hay que ver la escena final, sencillamente prodigiosa) no se pone en duda, pero el tono que le ha aplicado a esta historia de amores fatales, redenciones grabadas en la piel y secretos guardados en zonas prohibidas de la memoria es demasiado distante, demasiado plácido, demasiado circunspecto. No estamos hablando de un desmelene tipo Almodóvar sino de una mayor intensidad emocional que la película alcanza raras veces pese a que el guión apunta constantemente en esa dirección. No ayuda que el trabajo formidable de Nina Hoss no tenga una réplica masculina igual de brillante ni tampoco un ritmo que a veces se anquilosa sin venir a cuento.

En todo caso, esta historia de cenizas y reconstrucciones tiene indudable interés como metáfora de un país desfigurado que necesita recuperar su dignidad y tiene aciertos suficientes como para no dejarla pasar de largo.