Era casi tan largo como el "Titanic", un globo gigante de 245 metros que sí consiguió cruzar varias veces el Atlántico, pero trocó la proeza en tragedia al incendiarse en el aire, ayer hizo 75 años, sobre la estación aeronaval de Lakehurst (Nueva Jersey). El gran dirigible alemán Hindenburg, el mayor del mundo, el símbolo del poder de la Alemania nazi, quedó consumido en poco más de medio minuto. Fallecieron 36 personas, aproximadamente un tercio del total de los ocupantes, 72 pasajeros con poder adquisitivo a la altura del precio de los billetes y 61 tripulantes. Hacía casi exactamente veinticinco años del hundimiento del "Titanic" y aunque no fue el primero ni el peor accidente de un zeppelin, desde entonces ya nadie volvió a volar en dirigible comercial.

El abrupto final de este sistema efímero de navegación aérea pasó a la historia con la imagen de una inmensa nube de fuego y el sonido del llanto de un reportero de radio, Herbert Morrison, que narraba la llegada a Estados Unidos del primer vuelo transatlántico de pasajeros de aquel año, 1937. Tres cuartos de siglo después del desastre, las causas continúan envueltas en misterio, incluidas las conjeturas conspirativas que hablaban de una bomba colocada por los nazis o por sus enemigos. En su último vuelo, el "Hindenburg" había tenido que esperar para iniciar la maniobra de aterrizaje debido a una tormenta que cargaba el aire eléctricamente. Una descarga electrostática y el hidrógeno, altamente inflamable, que sustituyó al helio como relleno del dirigible, y tal vez los componentes del revestimiento, pudieron generar el cóctel explosivo y las llamas que se extendieron en segundos desde la popa del orgullo de la ingeniería aeronáutica alemana.

En el mundo convulso de 1937, hasta el relleno del dirigible llevaba una notable carga política, toda vez que Estados Unidos se negase a vender helio, un gas más pesado pero menos inflamable, por el uso propagandístico que los nazis hacían de los zepelines. Las esvásticas que el "Hindenburg" lucía a popa fueron, curiosamente, lo primero que se incendió la tarde del 6 de mayo en Nueva Jersey. Los fabricantes alemanes del dirigible tenían, no obstante, tanta confianza en su destreza con el hidrógeno a prueba de fuego que el zeppelin incluso llevaba instalada una cabina para fumadores.

No les había ido mal hasta entonces. El "Hindenburg", que había sobrevolado el estadio olímpico de Berlín durante la inauguración de los Juegos de 1936, llegó a cruzar el Atlántico sin incidentes diecisiete veces, diez hasta Estados Unidos y las siete restantes aterrizando en Brasil. A lo largo de 1936, su primer año en el aire, acumuló más de 300.000 kilómetros de vuelo y transportó casi 2.800 pasajeros y 160 toneladas de carga y correo. Eran la especialidad de la industria aeronáutica alemana desde que el duque Ferdinand von Zeppelin no los inventó, pero sí desarrolló el primero que fue finalmente comercializado, el LZ127, con el nombre del duque, que dio una exitosa vuelta al mundo en 1929. Hasta el 6 de mayo de 1937, el dirigible "Hindenburg" era una máquina invencible revestida de la seguridad en las propias posibilidades, más o menos igual que el "Titanic", su remedo acuático, también en su tiempo el mayor buque construido, hundido al hacer el mismo recorrido 25 años antes.

"¡Oh, la humanidad!", el relato de un reportero abatido

"Está ardiendo, está ardiendo, se derrumba". Herbert Morrison, reportero radiofónico, tuvo que ahogar un sollozo al contemplar la inmensa bola de fuego en que se transformó el "Hindenburg" sobre el cielo de Nueva Jersey. Su voz envuelta en lágrimas hizo la primera valoración del desastre –"es tan horrible, la peor catástrofe del mundo"– antes de dejar para la historia una frase que se hizo famosa a partir de entonces, como un eslogan de la calamidad, en Estados Unidos: "¡Oh, la humanidad!", exclamó entre sollozos. El periodista se había referido antes al público congregado en Lakehurst como "masa de humanidad", y pronunció la frase al ver que el dirigible podía caer sobre aquellas personas.

Morrison no estaba ni mucho menos solo esperando en tierra el primer aterrizaje de aquella temporada. La amplia cobertura mediática daba fe de que en los años treinta del siglo pasado, la eclosión de los nuevos ingenios voladores despertaba admiración en cada vuelo. Era frecuente la concentración de público para asistir al despegue sólo aparentemente lento de un dirigible como el "Hindenburg", que pese a su aspecto pesado podía superar los cien kilómetros por hora. La mayor de todas las aeronaves construidas, más largo que tres Boeing 747 puestos uno tras otro, quedó hecha chatarra.