Con casi 90 kilos y 1,61 de estatura, María (nombre que la joven ha elegido para proteger su anonimato en esta entrevista) no se encontraba a gusto con su cuerpo. Nunca se imaginaría que ese primer impulso a los 20 años que le llevó a forzar la expulsión de la comida para eliminar calorías vía esófago cambiaría radicalmente su vida. "No sé explicar por qué lo hice pero pronto se convirtió en un hábito del que no podía escapar. Me obsesioné y necesitaba pesarme continuamente. Cuando me di cuenta, estaba en 40 kilos, pero yo me veía bien", cuenta María.

La bulimia había calado en ella. Pasó de una 120 de pecho a menos de una 90, se compraba ropa en tiendas para niños, acudía con ansiedad a ultramarinos a hacer acopio de docenas de pasteles, galletas, leche y "otras porquerías". "Elegía lo que me resultaba más fácil para pegarme el atracón y después vomitar; siempre adoré los dulces", recuerda. Vomitar le daba seguridad, le aportaba autoestima porque sabía que al día siguiente volvería a entrar en la talla de pantalón que ella quería; o ésa era, al menos, la sensación que ella experimentaba tras devolver. Y así hasta seis veces al día.

En medio de su continua lucha por digerir o expulsar los alimentos engullidos, llegó el involuntario ingreso hospitalario. "Estuve dos meses y medio ingresada en un psiquiátrico. Fue horrible. Sé que es una enfermedad mental pero no es fácil para enfermos de trastornos alimentarios convivir con gente que está mucho peor. Hablo de esquizofrenia, personas peligrosas e incluso individuos vinculados con asesinatos. Creo que deberíamos tener una asistencia distinta. Mi familia se iba hecha polvo cada vez que me visitaba y yo tenía miedo. Un día una chica, que era bastante agresiva, me dio un bofetón sin sentido", cuenta María. "En una de las recaídas estuve muy grave. Llegué al hospital muerta de frío, con el cuerpo lleno de moratones porque cuando vomitas mucho se te pone la piel fatal", relata la protagonista con una serenidad difícil de encajar para los ajenos a este tipo de trastornos. Las consecuencias de siete años sufriendo bulimia en su cuerpo son fatales. "Tengo el esófago quemado por los ácidos, los dedos deformes, me arreglé toda la dentadura... Tengo fuertes dolores de estómago y me he llegado a tomar 14 pastillas diarias". Consciente de que todavía no se ha recuperado al 100%, María se explica con frases que estremecen: "Para mí vomitar es un placer, incluso más que hacer el amor".