En ocasiones, un día de la misma semana parece el siglo pasado, porque todo ha cambiado aunque, a la vez, el recuerdo es cristalino. Es historia contemporánea, así que resulta sencillo rescatar en un milisegundo los colores, los olores, los sabores e incluso el tacto que tenía el aire esos días.

A principios de esta semana no había borrascas, ni nadie se imaginaba el cambio de hora, ni tenía trabajo. El anticiclón caía en picado sobre Playa América, y el mar subía y bajaba como el vientre de quien duerme con placidez. Es uno de mis destinos habituales. Para los que somos del interior, la relación con el mar es muy estrecha, inevitable y necesaria. Ir a la playa es un proceso.

Escribe Milena Busquets en ‘Gema’ (Anagrama) que “todos tenemos tres o cuatro caminos que siempre tomamos, para ir al centro, para ir al colegio, para ir a Cadaqués, para enamorarnos, para regresar. Si los marcásemos en un mapa con un bolígrafo rojo, como se marcan las venas en algunos dibujos anatómicos del cuerpo humano, veríamos que son casi siempre los mismos, que pasamos la vida entera en una misma mano, yendo y viniendo del índice al pulgar y del pulgar al índice, o recorriendo el fémur de arriba abajo una y otra vez”.

Llueve a gusto en este puente y, además del colorido de los disfraces y de la decoración en las aulas, en las calles y en las casas por Halloween, se respira un aire de melancolía moderada en los cementerios, que recuperan las visitas que arrebató el COVID, donde más flores que nunca –parece– colorean esas callejuelas del camposanto en las que, como reza el frontiscipio de San Francisco, se da refugio a la vida ya terminada, pero no garantías al destino del alma, que depende de las obras de cada uno.

Es probable que no se produzca a lo largo del año un cambio tan abrupto, una hostia del calendario tan a las bravas, como con el ajuste de los relojes al horario de invierno. Los artilugios más antiguos y complejos deben obedecer como los móviles de última generación. El horno o el dispositivo de algunos coches, a lo sumo, pueden permitirse un periodo de adaptación que depende del olvido o la pereza o la desobediencia del dueño.

Mover las manecillas, cambiar los dígitos, acostumbrarse a una escena diferente al despertarse, a media tarde, al irse a la cama, son una de las obligaciones que generan un mayor rechazo pero que ahí sigue, como si se tratara de una de las pruebas de resistencia del ser humano. A mí no me respondan con artículos de física y sobre el consumo eléctrico porque eso no va a calmar la mala hostia que se viene por perder el contacto con el sol.