Cada vez que se publica un nuevo descubrimiento sobre la capacidad del cerebro me pregunto si, algún día, cualquier extraño podrá desvelar hasta la última de nuestras interioridades; si un TAC para determinar la causa de unas migrañas revelará qué votamos, qué tememos, a quién amamos. Conocer cómo se comporta la mente, cómo se produce y se transmite –axón a axón– el pulso eléctrico que nos hace ser de un modo o de otro muy distinto me genera cierto desasosiego. En cambio, aceptar que un órgano define el rumbo que seguimos, sin saber a qué proceso fisiológico se debe, otorga un mayor espacio a la libertad de creer, de actuar, de querer. También a la imprevisibilidad.

Pensar mucho es desacertado y, a veces, vivir una situación anticipadamente impide sentir de verdad cuando sucede. Presuponer qué emociones tendremos o cómo reaccionaremos, entrenar nuestra reacción –supongo que para mitigar los sentimientos negativos cuando llegue el momento– puede provocar una respuesta extraña. Es algo similar a lo que relató Machado: “Nunca estoy más cerca de pensar una cosa que cuando he escrito la contraria”.

Me pregunto si una familiar cercana había estado imaginando cómo afrontaría el funeral de una persona allegada. En la misa, mientras el sacerdote respondía al dolor ardiente que sentíamos con una lectura mágica de su muerte, omitiendo la realidad descarnada de su enfermedad y de su final, ella se acercó a mi hombro y me confesó al oído, bisbiseando: “Podemos cenar patatas con huevos”. Y a mí me entró el hambre. Dudo que, cuando entrenaba la situación horas o días antes, hubiera diseñado un pensamiento como ese.

En los últimos meses, he dado por hecho algunos acontecimientos antes de que el proceso terminara. Hay algo peor que saber cosas malas y es haber colegido que serían cosas buenas. A fuerza de equivocarte, el resultado de la anticipación cambia y, automáticamente, pasas a temer que todo estará fatal, siempre. Me ha ocurrido estos días no saber alegrarme porque me había preparado para sufrir y, cuando el mensaje cambia de ese modo, es muy difícil despejar los sentimientos negativos de un momento breve, que es lo máximo que puede durar la felicidad.

No presupongas, no idealices, no prepares lo que está por llegar, y es imprevisible. Lo comparte Juan Tallón en su novela ‘Rewind’: “Cuando asumí que no debía mirar al futuro lejano, sino al minuto en que estaba, y buscar lo bueno que tenía, porque a veces mientras ese minuto transcurría no pasaba nada, ni siquiera malo, los días se me hicieron más soportables”.