Mal que nos pese, Europa ha dejado de ser el alma de la fiesta y ha pasado a convertirse en el amigo aburrido a cuya compañía se recurre cuando no hay mejor cosa que hacer. El poder económico, tecnológico y militar del planeta gravita en torno a dos polos bien definidos, EE UU y China. En medio como el jueves queda Europa, un mercado aletargado sobre el que ambos bloques aspiran a poco más que ejercer cierta ascendencia y, sobre todo, evitar que el adversario lo haga.

Se diría de chinos y americanos que en este contexto se comportan como el perro del hortelano, y el sabueso en cuestión –el viejo continente, con Alemania a la cabeza– lleva años jugando bien a dos bandas.

Ante la partida de Merkel y la coalición de gobierno que se prevé gestionará el país, el presidente estadounidense anda preocupado por perder un aliado clave en Europa, o al menos por no saber a ciencia cierta hasta qué punto podrá contar con los germanos para mantener a raya a China y, en menor medida, a Rusia.

Si bien Merkel no fue en modo alguno títere de los designios yankees (recuérdese, por ejemplo, su postura acomodaticia con las empresas chinas de tecnología 5G o el apoyo a la construcción del oleoducto Nord Stream 2), con ella la Casa Blanca sabía que lo que la canciller aceptaba iba a misa, cosa que ni el más optimista podría esperar de un gobierno cajón de sastre en el que cabrán socialdemócratas, verdes, liberales… Ciento y la madre.