Qué curioso, cómo es la política, acaban de aprobar la ley de la muerte más indigna de todas, de esa muerte en la que otros deciden por ti –hoy porque nos han movido a pedirlo nosotros para no sufrir, mañana porque ellos creen que resultamos muy costosos de mantener, o simplemente porque les caemos antipáticos a quien decide–, y aplauden todos los seguidores de tal triunfo creyendo que era verdad lo que los manipuladores les dijeron acerca de las bondades de contar con el Estado a la hora de morir. Qué ingenuidad. Con la ley de eutanasia los españoles acabamos de dejar de ser dueños cada uno de su propia muerte, para entregársela a quienes nos gobiernan, ¡y cuánta gente es tan cándida que se cree que es un triunfo! No se dan cuenta de que la ley aprobada no tiene nada que ver con la muerte digna, que todos deseamos y la cual se trabaja muy bien desde unos cuidados paliativos correctamente dotados, ni se dan cuenta de que nada tiene que ver tampoco con esos casos extremos de dolor que tanto nos conmueven, como el de Ramón Sampedro, pues estos casos, con la ley aprobada, más bien se agravarán y multiplicarán. Y es que quien caiga postrado en la cama a partir de ahora deberá de defenderse no solo de su enfermedad y dolencia, sino que también lo tendrá que hacer de un sistema y de un entorno que le empujarán a abandonar el mundo. ¡Y cuántos de ellos no querrán irse, prefiriendo vivir!, en especial de estar recibiendo ya de los demás, de su sociedad, las dosis de dignidad que precisamente la muerte les quiere arrebatar. Esta realidad es tan cierta como triste y terrorífica. No por ello los estatalistas, los partidarios de confiar todo en el Estado convencidos de que a él pertenecen nuestras vidas, dejan de creerse que están de enhorabuena. Y por ello mismo, por su alegría inconsciente, yo les envío desde aquí mis más sinceras condolencias, una vez que en su empecinamiento acaban de conseguir que sus padres, que ellos mismos, que sus hijos, que sus amigos pierdan el dominio sobre sus muertes. De cualquiera de ellos se deshará el sistema cuando convenga, hoy quizá con algo de celo y de humanismo, pero no tardando de igual modo a como hoy ya se hace en Holanda o en Bélgica, donde los criterios de eliminación empiezan a ser cada vez menos sanitarios y más económicos y de mero practicismo. Algo más o menos así: “Querido amigo, hemos echado cuentas y aquí sobras”. ¡Bienvenidos todos, pues, a la postropía anunciada por Amado Sócrates! ¡Bienvenidos a la sociedad deshumanizada!