Así se recoge en el Génesis el comienzo de la vida del ser humano en esta tierra. Hombre y mujer; mujer y hombre. En los planes del Creador estaba –y sigue estando– el que el hombre y la mujer, la mujer y el hombre, se amasen y con ese amor le ayudasen a Él a tener en la tierra otros hijos como ellos.

Y así se puso en marcha la historia del hombre sobre la tierra. Y de esa familia han seguido generación tras generación de hombres y mujeres poblando la tierra; y Dios, Creador y Padre, pudo ver con alegría, que el hombre y la mujer habían hecho caso a su indicación tan clara y precisa: “Creced y llenad la tierra”.

Con el pecado original, el hombre y la mujer decidieron no obedecer al Creador y montar su propia vida sobre ellos mismos. Los primeros padres se arrepintieron, pero la semilla del pecado quedó viva en sus hijos e hijas; y un hermano mató a otro hermano. Y siguieron creciendo familias y multiplicándose entre alegrías y penas, cosas buenas y cosas malas; pero siempre familias y a la primera unión de hombre y mujer le comenzaron a llamar “matrimonio”, porque había una matriz y una madre: y cuando llegaron los hijos, los nietos, los biznietos, se dieron cuenta de que el matrimonio había dado origen a una gran familia.

Con esta familia, vivida de diversas maneras a lo largo de los tiempos y en los todos los lugares del planeta, y siempre hombre-mujer e hijos, si han venido, nacidos del hombre y de la mujer, el ser humano ha construido un sinfín de civilizaciones, ha levantado culturas de lo más diversas. Y en medio de diferentes religiones ha mantenido siempre un vínculo con un Dios, con el que se consideraban religados y ante Quien se sentían culpables, por algún motivo que no acababan de entender muy bien: el pecado original.