Opinión | VUELVA USTED MAÑANA

Cada uno un número, no un voto

Gente votando en un colegio electoral de Girona en las elecciones del 12-M

Gente votando en un colegio electoral de Girona en las elecciones del 12-M / ANIOL RESCLOSA

Francamente me resultan cada vez más indiferentes los resultados de las elecciones catalanas, las vascas y las europeas. Al fin y al cabo, esto de la democracia representativa es un sucedáneo de la democracia que se caracteriza por la entrega del alma y la voluntad a quien con ellas hace lo que le place, contra sus promesas por escrito plasmadas, en cualquier ámbito de la vida. Qué diríamos de alguien con quien contratamos y que, días más tarde, decide incumplir lo pactado. Pues eso es la democracia representativa cuando se gestiona por políticos ensoberbecidos que pastorean a sus huestes silentes y sumisas. Porque el problema es ese: el acatamiento obsecuente de quien elevamos al trono de la fe ciega.

La democracia se reduce a votar una lista, que nos dan ya hecha, inamovible, en la que consta una relación de personas elegidas por el dedo de quien las compone conforme al poder que en ese preciso momento tiene en su organización. Ni son los mejores, ni los peores, o sí, pero son por supuesto fieles a quien les proporciona un sueldo muchas veces inalcanzable en el mundo del esfuerzo y el mérito. Votamos cada cierto tiempo sin saber exactamente qué van a hacer con nuestro voto. Y lo peor es que nos da igual, que nos resulta indiferente, porque lo que nos mueve, sobre todo, es que los otros, quienes sean, no ganen. Y es que toda contienda política y populista sobrevive por designar un enemigo, señalarlo y fortalecer los ánimos frente a éste. El enemigo une más que la promesa de un mundo mejor, es más profundo el odio sembrado por quienes pilotan la demagogia, que la paz y la armonía une. Quienes han vivido el odio cerca conocen cómo éste anula toda razón y voluntad y cómo envilece y destruye la dignidad. El odio al de enfrente es hoy el objetivo sembrado en la confrontación irracional que domina el mapa de este país radicalizado. Y el odio es lo que permite a los gestores de lo político hacer lo que les viene en gana en su favor y, por supuesto, en el nuestro al liberarnos de la pesadilla del poder en manos de quien no respetamos y tememos porque así se ha forjado el discurso elemental que rige la vida.

Las elecciones catalanas son un claro ejemplo de lo dicho, confundidas paralelamente con un gobierno que camina en el alambre. No se entiende muy bien lo sucedido, aunque haya sesudos comentaristas políticos que hacen lecturas dispares según su ciencia y opción. Nadie sabe qué va a suceder allí y aquí, pues los partidos, derrotados algunos sin paliativos o vencedores en parte, pondrán por delante sus intereses de poder. Hay tantos partidos, diferenciados en el discurso confeccionado para eso, pero tan poco creíble y con tan escaso valor de compromiso, que cualquier cosa puede suceder. Todo se hará conforme a la rentabilidad inmediata sin poner sobre la mesa los objetivos reales que, por esa cosa de la ideología que aún queda, residualmente, en algunos, sirve para marcar las diferencias, aunque tampoco tenga la fuerza suficiente como para servir de freno a los cambios de opinión tan frecuentes y manidos que identifican un mundo vacuo y carente de principios que individualicen y marquen el carácter de quienes se ofrecen en el mercado del voto.

No hay nadie que pueda asegurar lo que sucederá, ni si sucederá algo, pues es posible que haya que regresar a votar otra vez con los mismos personajes. Y mientras tanto, en un mes, todos de nuevo a las urnas para decidir quién va a una Europa que camina perdida y que dista mucho de ser lo que era hace pocos años.

Nadie quiere reforzar la democracia y hacerla real, aunque se les llena la boca de alusiones a la regeneración, que consiste, cómo no, en controlar a la ciudadanía, a la prensa díscola, a los tribunales y a todo lo que se oponga a la oligarquía partidista que es la razón que mueve todo. Nadie se ha propuesto limitar el poder de los partidos, las listas abiertas, el premio al más votado, el compromiso con lo ofrecido, la institucionalidad sobre el mando personal y autoritario de unos pocos, la segunda vuelta entre los vencedores etc…que harían que los votantes fuéramos algo más que prestadores de un voto incierto y prestado al juego de quienes lo administran apropiándoselo como suyo. Un voto inútil desde la conciencia, pero que repetimos una y otra vez al habernos acostumbrado a ser un número entre millones.

Esto es lo que tenemos y la sensación de poca importancia y falta de respeto. El juego de la política, la manipulación revestida de una aureola de inteligencia suprema, cansan. Es tanta la ambición que no se disimula, que aburre y agota.

Hay posibilidad de cambiar las cosas porque la democracia es el mejor sistema que existe, pero esto no es sino un remedo de aquella y cada día de menos calidad. De todas formas conviene asegurarla, pues las promesas de regenerarla dan miedo y recuerdan que todo es circular.

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