Opinión | Crónicas galantes

Revolucionaria Eurovisión

Nemo, representante de Suiza en Eurovisión, durante su actuación en el festival.

Nemo, representante de Suiza en Eurovisión, durante su actuación en el festival. / AP Photo/Martin Meissner

Ahora que todo el mundo tira a conservador, ha venido una vez más Eurovisión a revolucionar las costumbres. Tanto el voto del jurado como el popular han dado el triunfo a Nemo, que no es el capitán del Nautilus de Verne, sino un cantante suizo de sexo fluido que se define como no binario. Su canción, además, fue un alegato canoro a favor de los derechos de las personas que no se identifican con ninguno de los dos sexos tradicionales.

Esta es, en realidad, una tendencia revolucionaria que caracteriza al certamen desde sus comienzos. Cuando los gais vivían aún ocultos en el armario, allá por el año 1968, Eurovisión ya sacaba a la luz su orgullo con la participación del británico Cliff Richard, derrotado entonces por la minifalda de Massiel.

Cuatro años antes, la italiana Gigliola Cinquetti había arrasado con un tema en el que evocaba el delicado asunto de las relaciones entre adultos y menores. “No tengo edad (para amarte)”, cantaba Cinquetti, que en efecto era entonces una quinceañera.

Más joven aún era Jean Jacques, el candidato de Mónaco que con solo trece años ensalzaba sin pretenderlo el culto a Edipo en la canción “Mamá, mamá”, que obtuvo el tercer o cuarto puesto en 1969.

Igualmente rompedor fue el éxito de Dana International, quien ganó en la edición de 1998. Más que su nacionalidad israelí, detalle ya de por sí notable, lo que realmente quebró moldes fue su condición de transexual, muchas lunas antes de que en España se aprobase la ley trans. Es natural. En aquel momento, la que luego sería ministra Irene Montero tenía solo diez años.

A todo este rimero de transgresiones habría que añadir aún el caso de las dos adolescentes rusas que pusieron de los nervios a Putin al presentarse como pareja lesbiana en el escenario del festival de 2003. Consiguieron el tercer puesto para Rusia y, sobre todo, ayudaron a normalizar la percepción de la homosexualidad femenina en un país donde todavía se persigue a la gente gay. Y en el 2014, la drag queen austriaca Conchita Wurtz ganó con toda la barba el concurso.

“Pese a su caduca apariencia, el concurso sirve de escenario a casi todas las vanguardias de Europa”

Lo curioso es que el festival de Eurovisión fue visto durante años como un programa familiar, hortera y de estética democristiana en opinión de algunos críticos.

Nada más lejos de la realidad. Pese a su caduca apariencia, el concurso sirve de escenario a casi todas las vanguardias de Europa y fuera de ella, cuando menos en lo que atañe a las costumbres. La música es un mero pretexto.

Los nostálgicos insisten estos días en que el festival ha degenerado en lo tocante a la promoción de valores más o menos familiares, pero la nostalgia ya no es lo que era. Quizá ignoren que la familia y la sociedad han cambiado para ganar en tolerancia durante los casi setenta años transcurridos desde el nacimiento de Eurovisión.

Antiguo en las formas y el concepto, el festival ha hecho más que muchas campañas ministeriales por la defensa de los derechos de lesbianas, gais, transexuales y, finalmente, no binarios. Si a eso se añade que ha dilatado las fronteras de Europa hasta lugares tan improbables como Israel, Armenia o Australia, no queda sino deducir que es una de las instituciones más revolucionarias de este conservador continente. La vieja Europa sigue a la vanguardia.

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