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El problema está en los suicidios, no en los puentes

Una adolescente, meditando.

Una adolescente, meditando. / FdV

El ser humano tiende en una reacción natural a protegerse. Incluso a sobreprotegerse. Fundamentalmente a uno mismo y a su círculo más próximo. Evitar el daño es un instinto primitivo. Para qué sufrir de forma innecesaria. La sociedad, que es una construcción humana, ha replicado, si bien de forma más compleja y sofisticada, ese mismo instinto protector. Así que con frecuencia opta por tapar, enmascarar o desviar los problemas reales hacia otras cuestiones colaterales, para mitigar el dolor. Es puro autoengaño.

Uno de los casos más flagrantes de este fenómeno es el de los suicidios, una causa de fallecimiento que, pese a su relevancia desde el punto de vista cuantitativo, todavía hoy sigue envuelta en un extraño velo de oscuridad y secretismo. Los medios de comunicación hemos sido, y somos, responsables en gran medida de la naturaleza casi clandestina del suicidio, al defender durante décadas la conveniencia de no publicar las muertes voluntarias para evitar un supuesto efecto de contagio entre el resto de la población. Es decir, decidimos ocultar los suicidios para proteger, y aquí está de nuevo la palabra, a los miembros más débiles de la sociedad.

Sin embargo, esa determinación por ocultar –por cierto, compartida por muchos familiares y allegados de las víctimas– lejos de ayudar ha contribuido a acentuar el estigma, la vergüenza, que acompaña a quien ha intentado o ha conseguido quitarse la vida y a su entorno.

La reciente muerte de un joven en Vigo tras arrojarse desde el Halo, el imponente ascensor que conecta la calle con la terraza del centro comercial Vialia, ha sido la última muestra de ese intento por huir de lo esencial para centrar el foco en lo accesorio. Así no pocos medios se lanzaron rápidamente a explicar la desgracia en estos términos: el fallecimiento abre “el debate” sobre las medidas de seguridad del ascensor. Sin embargo, el verdadero debate debía, y debe, ser otro bien distinto: ¿por qué un chico de 21 años decide poner fin a su vida?, ¿qué le llevó a precipitarse al vacío?, ¿se pudo haber evitado mucho antes de que se encaramase al ascensor?, ¿cómo?

Mientras no se den respuesta a estas cuestiones, siempre habrá ascensores, puentes, edificios, terrazas, árboles, vigas, etc., al alcance de quienes están atrapados por pensamientos suicidas, de quienes muestran comportamientos autodestructivos.

“Los medios debemos hablar con rigor pero sin temor ni prejuicios sobre el suicidio... Los fármacos pueden ser claves para tratar estos casos, pero las palabras, las que se pronuncian y las que son escuchadas, también forman parte de la terapia”

No hablar del suicidio no ayuda a combatirlo. Al contrario. Existe un consenso generalizado entre los expertos sobre la conveniencia, incluso la necesidad, de que los pensamientos suicidas afloren, se verbalicen. Una de las formas más eficaces para que caiga ese velo negro que cubre la mirada de quienes piensan en quitarse la vida es que puedan hablar, abrirse a otros sobre qué piensan, sienten, por qué sufren, etc. Una comunicación que debe establecerse con los profesionales adecuados, pero no solo. También puede ser con personas que estén en una situación similar. Deben dejar aflorar ese irrefrenable pánico que con tanta frecuencia está detrás del suicida. Sí, los fármacos son claves para tratar estos casos, pero las palabras, las que se pronuncian y las que son escuchadas, también forman parte de la terapia.

De igual modo, los medios debemos hablar sobre el suicidio. Poniendo voz a los expertos y a quienes lo han intentado. Para explicar sus causas, su prevalencia, el impacto de una devastadora depresión o ansiedad... Sin sensacionalismo y con rigor. Ahorrando detalles que no aportan nada, pero sin eufemismos.

Además, Sanidade tiene que redoblar sus esfuerzos y recursos en las unidades psiquiátricas, con equipos solventes de psicólogos, psiquiatras y enfermeros especialistas en salud mental. La mejora que ha habido es claramente insuficiente para cumplir con las tareas de prevención, detección, diagnóstico y tratamiento.

Algunos expertos nos alertan desde hace años de una epidemia de ideas suicidas. Y lo cierto es que los datos son alarmantes. En 2022 en Galicia se registraron 340 suicidios, casi uno diario. Es la comunidad española con la segunda mayor tasa, solo por detrás de Asturias. Las ideas suicidas son cada vez más comunes entre los menores de edad –una presión agravada por el peso de las redes sociales y la nueva forma de relacionarse impuesta por el uso del teléfono móvil–, mientras que los suicidios son cada vez más frecuentes entre los mayores de 80 años. Los ingresos hospitalarios por autolesiones o tentativas de quitarse la vida se han duplicado tras la pandemia del coronavirurs y ese porcentaje se multiplica por cinco en el caso de los gallegos menores de 20 años.

Los datos retratan al suicidio como un fenómeno transversal, que no entiende ni apela a edades, sexos, posición económica, clases sociales o formación intelectual. Y es un fenómeno que va a más. La Organización Mundial de la Salud calcula que un 10% de la población mundial tiene pensamientos suicidas, temporales o crónicos. De ahí, el concepto de epidemia.

Así que mientras todos –individuos, familias, sociedad, medios de comunicación o la Administración sanitaria– no entendamos que este problema no puede seguir más tiempo debajo de la alfombra, por vergüenza o estigma; que se precisan de más medios materiales y profesionales; que exige otro enfoque social y mediático; que debe hablarse y contextualizarse con rigor y sin prejuicios... Mientras este cambio no se produzca, no habrá suficientes policías ni cámaras para vigilar todos los puentes ni medidas de seguridad eficaces para blindar terrazas o balcones.