Tierra de nadie
Pedir perdón
–Hay dos clases de personas –apuntó el taxista sin que yo le hubiera dado pie–: las que saben coger un taxi y las que no.
–¿Y yo a cuál pertenezco? –pregunté.
–A las que no.
Quizá, pensé, se me había olvidado darle las buenas tardes, pues andaba un poco preocupado por unas pruebas médicas que acababan de hacerme. Luego intercambiamos una mirada a través del retrovisor y él sonrió; yo no.
–¿Por qué soy de las que no? –inquirí.
–Usted debería saberlo –respondió secamente.
Me dolió que me tuviera esa consideración. No hacía ni dos minutos que me había subido a su coche cuando pronunció aquella frase que se podría aplicar a cualquier ámbito: hay dos clases de personas: las que saben tomarse en el bar un café con leche y las que no. O bien: hay dos clases de personas: las que saben pedir la hora por la calle y las que no. Etcétera.
Pedir la hora. Ya nadie hacía eso, ni pedir la hora ni pedir un vaso de agua en un bar. Te piden una limosna. Hay dos clases de asuntos: los que se quedan antiguos y los que no. Me vino entonces a la memoria una frase de A dos metros bajo tierra, una excelente serie de hace 20 años o más. Se la dice un padre a su hijo:
–Hay dos clases de personas: los otros y tú, y jamás llegaréis a encontraros.
Recuerdo que se me cortó la respiración, en su día, al escucharla, porque creo que nunca he tenido un verdadero encuentro con los otros. He vivido con ellos, sí, he trabajado y sufrido y gozado con ellos, pero un encuentro, lo que se dice un verdadero encuentro…, eso no, eso no ha sucedido. No era raro, por tanto, que tampoco supiera subirme a un taxi.
–Creo que lleva usted razón –le dije al conductor–. No sé coger un taxi, pero sé pedir perdón cuando me equivoco. Disculpe que no haya sabido entrar en su coche como es debido.
–Está disculpado –dijo y continuó conduciendo en silencio hasta mi destino.
Lo bueno es que no quiso cobrarme la carrera. Por saber pedir perdón.
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