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La necesaria revisión del celibato para adaptar a la Iglesia a los nuevos tiempos y evitar de paso los abusos sexuales

Manuel Gutiérrez Claverol

Parece el cuento de la buena pipa. Es bien sabida la incesante aparición de abusos sexuales (pederastia, pedofilia, sodomía, homosexualidad, violaciones…) que se produjeron, y se producen, en los ámbitos escolar (colegios, de manera especial en los internados, orfanatos o en los mismos seminarios), parroquial (iglesias, escolanías…) y de ocio (campamentos, excursiones, peregrinaciones).

La Conferencia Episcopal Española (CEE) ha ofrecido en varias ocasiones una cifra desigual de casos de agresiones producidas por miembros practicantes (sacerdotes, religiosos y laicos): en abril de 2021 reconoció que había 220 imputaciones contra curas por pederastia; al año siguiente admitió de golpe 506 denuncias; el pasado mes de marzo admitió al menos 728 casos de abusos desde mediados de los 40 hasta finales de 2022. Estos conteos son inferiores a otras estimaciones, tales como la autoría que encargó la CEE a un prestigioso bufete de abogados (estima que serían miles las víctimas) o las oficinas para la protección de menores y prevención de abusos que tienen registradas 927 víctimas desde 2019. En lo que se refiere al sexo, la mayoría de los casos (82%) son varones, al igual que los victimarios (99%)

Un periódico de tirada nacional puso en marcha en 2018 una investigación sobre los actos pederastas en la Iglesia española y logró hacer una actualizada base de datos. La contabilidad que lleva ese medio escrito alcanza 1.014 casos conocidos y 2.104 víctimas.

Leo en ese diario que “solo en 13 casos de los más de mil conocidos en España la acusada es la mujer”, aunque son una excepción las féminas que denuncian este tipo de abusos, existir, existen. No obstante, se ha llegado a decir que las mujeres afectadas adoptan un papel invisible. En un artículo publicado el 19 de agosto, los periodistas Lucía Foraster e Íñigo Domínguez describen un relato sorpresivo ―aunque a estas alturas de la vida ya no impresiona nada―, con el título “Cuando el agresor es una monja”. El testimonio de la afectada refiere cómo en un colegio teresiano de Pamplona, donde estudió interna, fue objeto de abusos por una religiosa que “tras agarrarme de las orejas, se levantaba las faldas y colocaba mi cara en su sexo”… Un caso deleznable y vomitivo.

Un problema que existía tiempo atrás ―con costumbres sociales muy distintas a las actuales― es que si a cualquier afectada se le ocurría contarlo en familia, lo normal es que no se le admitiese la denuncia y que se silenciasen, no siendo improbable que recibiera incluso reproches, exculpando a la agresora.

No parece increíble que, en internados religiosos, determinadas monjas abusen de las alumnas. Se les ofrece una solución muy fácil para arrepentirse del pecado e ir al cielo: la confesión. Porque en la lógica cristiana se permiten actitudes muy dispares como: puedes robar, violar o matar, pero si te arrepientes un día antes de morir vas al cielo; por el contrario, un no creyente que sea buena persona y honesto está condenado a ir al infierno.

“No parece increíble que, en internados religiosos, determinadas monjas abusen de las alumnas”

Resulta de lo más humano que entre las religiosas surja un amor lésbico o que se enamoren de sus feligreses o sacerdotes. Tampoco resulta ilógico que sean las monjas las agraviadas por los religiosos masculinos que las frecuentan; el propiopapa Francisco admitió recientemente que el abuso por parte de sacerdotes y obispos hacia las monjas era mucho más grave de lo que se creía.

Aunque en la Iglesia primitiva no existía ningún tipo de cortapisa para que los dedicados a Dios pudieran tener una vida genital idéntica al resto de los mortales –consintiendo incluso el matrimonio y la procreación–, desde el siglo IV cambió tal permisividad y los Padres de la Iglesia (por ejemplo, San Agustín y San Jerónimo) se mostraron fervientes valedores de la virginidad, defendiendo que todo lo relacionado con el placer carnal era deshonesto, matizando que las relaciones amatorias inhabilitaban para la oración; opiniones seguramente fundamentadas en la relajación de costumbres vividas en el entonces decadente imperio romano.

Es evidente que las creencias de la Iglesia Católica sobre erotismo y las prácticas que propugna (castidad, virginidad, abstinencia y celibato) no son inocuas y seguramente tienen cierta responsabilidad en los desmanes que practican algunos virtuosos. Según expertos en psicología, el celibato ―estado que facilita de manera eminente la dedicación exclusiva a Dios― suele ser una especie de adoctrinamiento que genera inmadurez socio-emocional en el comportamiento de los consagrados. Un problema difícil de atajar por su complejidad si no se ponen en funcionamiento las necesarias medidas correctoras.

Tiene poca apoyatura el que la grey eclesiástica católica sostenga que la abstinencia sea el camino de la perfección humana y persista en creer en su beneficio, en contra de los criterios científicos. No olvidemos que debieron transcurrir casi cuatro siglos para que la Iglesia reconociera oficialmente que la teoría del heliocentrismo de Galileo Galilei (capitaneada cien años antes por Copérnico) era veraz; a propósito, su error conllevó incluso muertes en la hoguera (por ejemplo, al teólogo Giordano Bruno). Persiste en la idea de predicar que la castidad (abstención del goce sexual) es una virtud y que todos los bautizados, en cualquier situación distinta al matrimonio canónico (solteros, novios, separados, viudos, homosexuales, etc.) deben de abstenerse de practicarla; solo permitirla entre casados y exclusivamente con fines reproductivos, es algo que hoy día causa, cuando menos, hilaridad. Se trata de una prédica obsoleta que pide a gritos una revisión urgente para no cometer otra torpeza más que coadyuve a seguir perdiendo súbditos creyentes y no precisamente al albur de la escasez de natalidades.

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