Atropello jurídico, arbitrio político

En la Constitución, la unidad de España es “un mandato jurídico directo”

Luis Sánchez-Merlo

Luis Sánchez-Merlo

“Los pueblos que ya no tienen solución, que viven ya a la desesperada, suelen tener estos epílogos letales: se rehabilita en todos sus derechos a los condenados, se libera a los presidiarios, se hace regresar a los exiliados, se invalidan las sentencias judiciales. Cuando esto sucede, no hay nadie que no comprenda que eso es el colapso total de tal Estado; donde esto acontece, nadie hay que confíe en esperanza alguna de salvación”.

(Cicerón, Contra Verres II, 5,12)

Ocupar las instituciones, laminar los equilibrios democráticos, dividir a los ciudadanos en bandos antagónicos, ideologizar ámbitos de la vida y complacer con hechos consumados para desterrar consensos políticos han dejado como secuela un país dividido.

En la escalada, la discusión transcurre alrededor de una ley de amnistía, que no cabe en la Constitución y supone una enmienda a la totalidad del Estado de Derecho y sus instituciones nucleares, incluida la Corona.

Un candidato que precisa, para poder formar Gobierno, de los votos del independentismo, se mostraría dispuesto a aceptar el trueque que plantea un partido nativista que tiene siete escaños y representa el 1% de los votos emitidos a nivel nacional.

Quien abandera, como exigencia, el “alivio penal”, esa suave achicoria democrática, manipula la historia de España, se arroga la representación de todos los catalanes, declaró una efímera independencia, huyó en un maletero para esquivar la cárcel y se ha dedicado a desprestigiar, desde la Eurocámara, a la democracia del país que contribuye a su sustento.

En el marco de la negociación en marcha se estaría planteando, con palabras sonoras y gramática de consultor, el trueque de votos a cambio de borrar delitos cometidos. Con ello, se eximiría de responsabilidad en el procés a quien ni acata la Constitución ni renuncia a la unilateralidad.

La discusión se ha centrado en el cómo –la forma– y no en el qué –el fondo– de su pretensión, que no es sino una legalización encubierta de actos contra el Estado, en beneficio de quienes pusieron en grave riesgo el orden constitucional, algo que en el mundo occidental está penado sin complejos.

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En lugar de plantear de frente la reforma de la Constitución, se anteponen atajos ingeniosos –incluida la perversión del lenguaje– para neutralizar las garantías previstas en la Carta Magna.

La ley de la amnistía quebranta la separación de poderes porque supone la “invasión de competencias del poder judicial” por parte del poder legislativo, al enmendar de plano decisiones firmes de quienes tienen en exclusiva la potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.

Esta maquinación no deja de ser un uso alternativo del Derecho (los jueces no se limitarán a “aplicar” las normas vigentes, sino que adoptaran una función “creadora” de nuevas relaciones jurídicas), en este caso directamente contra el Estado de Derecho, en que la unidad de España consagrada en la Constitución es “un mandato jurídico directo”.

Por ello, sorprende que en la apertura del año judicial, las intervenciones del fiscal general del Estado y del presidente del Tribunal Supremo no se haya hecho referencia palmaria al desafío que supone una ley de amnistía con la que intercambiar los votos para la investidura.

Si se silencia el intento de deslegitimar la Justicia y las instituciones del Estado, se está legalizando la sedición de quienes se saltaron las leyes y afirman que lo volverán a hacer en defensa de sus planes secesionistas.

Al margen de la elipsis, sestea la falta de renovación del órgano de los jueces, pecado capital que “cercena la plenitud de la independencia judicial”. También está pendiente de elucidar que el Tribunal Constitucional se tiene que limitar a juzgar si una norma es constitucional o no.

Un pesimismo racional no puede esquivar las señales que emiten los veteranos del socialismo que, encabezados por Felipe González –el más votado en 46 años– han iniciado una movilización que impugna las pretensiones secesionistas. Fiel a sí mismo, Alfonso Guerra no se ha mordido la lengua, al zanjar que la amnistía “es la condena de la Transición”.

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El presidente de turno del Consejo Europeo –autócrata en España, estadista en Europa– que discrepó de la condena por sedición que impuso el TS, por entender que se había cometido un delito de rebelión, lejos de rechazar ahora –de forma pública y categórica– los votos independentistas, se sitúa en una posición de debilidad con los partidos que le imponen abrir en canal el pacto constitucional de 1978.

Su efigie no confunde: liviano de principios, profuso de recursos para imponerse a los demás y diligente a la hora de cambiar de opinión, los resultados le avalan, ocho millones de ciudadanos le votaron cuando decía que no haría lo que va a hacer.

Su disposición al perdón político, con tal de mantenerse en el poder, implicaría validar el ritornello de que España es un “Estado opresor que persigue las ideas”.

Esta sería la consecuencia de aceptar como condiciones previas: una amnistía generalizada para los delitos cometidos por los líderes independentistas desde 2014 –incluyendo la corrupción ajena al procés– y un relator, que medie entre el separatismo y el Ejecutivo.

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Cuando uno se detiene en lo que está pasando en España desde las elecciones generales, echa en falta una imaginaria novela de Mario Vargas Llosa, en línea con La fiesta del chivo, a modo de autopsia de este tiempo trémulo en que se plantea una medida de gracia que abre un boquete en el Estado de Derecho.

Escribe nuestro premio Nobel (2010): “La política puede consistir en abrirse camino entre cadáveres”, cuestionando la naturaleza del poder; los límites a los cuales puede llegar un hombre que acumula una fuerza inmarcesible y una sociedad desactivada que se lo permitió.

Un fresco, con prosa austera y dura, sobre el ritmo trepidante del poder envilecido y las estrategias perversas para cancelar a los enemigos y conservar el poder, legitimando el dominio sobre un pueblo entretenido en la oscuridad.

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Una amnistía, solo para acceder al gobierno, es “una decisión que blinda el futuro” y sus efectos van más allá de los cuatro años de una legislatura.

La medida “de gracia” no puede interpretarse de otra manera que como un desmantelamiento que deja sin autoridad al Estado. En este caso, no es más que el pago previo para iniciar la negociación. Volviendo a Josep Pla: “Los gobernantes catalanes siempre piensan que no les hacen el caso que se merecen”.

No se puede embaucar a los españoles sobre el tanteo de una amnistía para –canjeando las palabras– cambiar el Estado, ni se puede gobernar un país sin la necesaria división de poderes cuya voladura remite a un cambio de Régimen.

Para que el candidato siga siendo presidente por un puñado de votos, el Estado español se hará un daño irreparable. No es él quien necesita ser investido; es el sedicioso quien precisa ser redimido, con una petición de perdón incluida, por los daños causados.

Coquetear con el desguazamiento del orden constitucional nos sitúa al borde del abismo. Ponerse de acuerdo y adoptar decisiones justas y razonables supondría un alivio para los ciudadanos, en aras de evitar la advertencia de Martin Wolff (editor del “Financial Times”): “Ahora la política se ve como algo innecesario o sucio”.

Una repetición electoral se entendería como lo más juicioso.

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