MÁS ALLÁ DEL GUETO CRONOLÓGICO

La mascota resignada

Xaime Fandiño

Xaime Fandiño

Hasta nuestros días nunca se había promulgado tanta normativa local, autonómica y estatal, dedicada a la relación de los seres humanos con esos animales de proximidad que antes denominábamos simplemente por su raza y que hoy, para referirnos a ellos, hemos adoptado la acepción genérica de mascotas.

Mis recuerdos de la niñez están relacionados con un hábitat rodeado de bicherío por todas partes, tanto silvestre como doméstico que, en perfecta armonía con las personas desarrollaban su día a día en una anomia que nada tiene que ver con el estatus actual.

Perros, gatos, loros, periquitos, canarios, monos etc., convivían en los hogares en una perfecta simbiosis con sus queridas familias sin más norma que el sentido común. Rara era la persona que albergaba en una casa pequeña a un animal de grandes dimensiones pues, según su envergadura, se razonaba: ese es un perro de finca, casero, faldero… Nadie en su sano juicio, si no tenía una buena terraza o, como decía mi madre “fincabilidad”, metía en su piso un mastín.

Había fauna doméstica variopinta. Para dar y tomar. En mi calle, Pi y Margall, teníamos el caballo de Joaquín. Todos los días al caer la tarde se iba de Llorente, su lugar de trabajo habitual, hasta la curva de las Carmelitas donde estaba ubicada la cuadra. Todo esto lo hacía sólo y sin jinete, entre coches, motos y tranvías, Nadie le sujetaba las riendas. Había aprendido el circuito y las normas de tráfico. Que yo sepa, nunca provocó un momento de inseguridad viaria. En muchos locales públicos había loros que hablaban con los clientes, como el de la Riojana en la calle Ballesta o el del Eusko en la Gamboa, frente a El Pasillo. Allí con el animal sobre las manos, niños y adultos, le obsequiaban con cacahuetes (nosotros les llamábamos “manises”). Mención aparte tiene la mona de la Florida. Una amiga incondicional de toda la niñez viguesa de la época a la que se rendía pleitesía. Sobre todo los domingos, cuando junto a otras madres, hermanos y amigos, los niños que aguardaban la salida de su progenitor del partido del Celta en Balaídos, le hacían al simio todo tipo de carantoñas en torno a aquella gran jaula circular situada en las inmediaciones de la estaciòn del tranvía, donde tenía el final de trayecto la línea seis: Florida-Chapela.

En caso de aparecer deambulando por la ciudad algún perro callejero al que no se le ubicara en una familia específica, el concello disponía de un servicio ad hoc para mantener la salubridad y seguridad. Eran los “laceros”, unos funcionarios uniformados que portaban una palo con una lazo en su extremo al estilo de los cowboys del oeste americano, aunque un poquito más corto. Con este artefacto, una vez arrojado al cuello del animal y sin ningún daño, conseguían inmovilizarlo para llevarlo a las dependencias sanitarias con el fin de proceder a su identificación, evaluación y localización de su familia acogida o, en caso de orfandad manifiesta, activar la búsqueda de una que estuviera dispuesta a la adopción.

La presencia de animales en cualquier lugar era una tónica general y no sólo los convencionales: gato o perro. Un colega de mis padres tenía un mono “tití”, dicen que es el primate más pequeño. En verano lo llevaba a la playa de Alcabre y allí, resguardados en la sombrilla, los niños jugábamos con él mientras esperábamos las tres horas. Sí, en aquel momento ningún niño se bañaba antes de pasar esa vigilia por temor a un corte de digestión. Así, con el tití, el cubo, la pala, el rastrillo y otros muchos animales que merodeaban por la arena, pasábamos más divertidos ese tedioso tiempo de espera hasta que llegara el momento cronológico del primer chapuzón.

Las playas solían estar impolutas. Los envases no retornables de plástico no existían. El casco de la gaseosa, o el de la Pepsi Cola, que acababa de abrir su factoría en la Travesía de Vigo, eran de cristal, tenían un valor económico y su ciclo vital cerrado: de la fábrica a la tienda, de la tienda al consumidor, y vuelta a empezar. Así, en el agua no se veían flotar cosas extrañas más allá del pequeño vertido de alguna embarcación que solidificaba en la orilla en una especie pasta negruzca y pegajosa que denominábamos “piche”. Nadie se bañaba en un lugar en el que aparecía esta pátina.

La urbanidad era una asignatura que se estudiaba en el colegio, una especie de “educación para la ciudadanía” que, junto a las enseñanzas en el hogar proporcionaban a los niños la cultura de la limpieza, es decir, recoger al acabar y no sembrar la arena con cosas que no estaban allí cuando llegamos. Con la recogida de la sombrilla y demás útiles usados para jugar, se hacía un barrido por la zona para detectar los restos orgánicos que hubieran quedado de la merienda y recogerlos. Los bocatas venían envueltos en papel de estraza. El rollo de lámina de aluminio denominado vulgarmente “papel de plata”, no había hecho todavía su aparición. Este era el protocolo habitual de recogida en las playas y los perros, que con los niños habían pasado el día entre baños, carreras y siestas bajo la sombrilla, al caer la tarde regresaban de nuevo al hogar con sus familias. Hoy eso se ha convertido en algo inusual. No logro todavía comprender por qué los animales de compañía tienen prácticamente limitada su estancia y disfrute en los espacios comunes de nuestros arenales, limitando a las familias con mascotas a desplazarse a lugares específicos en una especie de apartheid perruno.

Está claro que si un animal presenta de forma habitual un comportamiento molesto con el entorno, el primero que lo sabe es su responsable y él mismo, por sentido común, no pone a esa mascota en un lugar donde pueda crear conflictividad. Pero la mayoría de los animales domésticos, son eso “domésticos”, acatan las llamadas de sus cuidadores que recogen puntualmente sus excrementos y los aíslan de cualquier atisbo de molestia a las personas circundantes. Entonces, ¿por qué esta obsesión ciudadana, administrativa y municipal de crear guetos perrunos playeros? He llegado a ver en una playa, no demasiado concurrida, como la policía municipal echaba del lugar a una persona con su perro. Los dos estaban sentados en la arena sin molestar a nadie y el animal no se había movido en ningún momento del lado de su responsable, ni causado tropelía alguna. Sólo la mera presencia del animal fue suficiente para que una persona tumbada al sol solicitara la presencia policial. Es lo que tiene tener un móvil a mano. Uno se aburre y ala. Llama al concello para que levanten a un perro y su responsable de la playa sin haber incurrido en ninguna acción negativa. Lo malo es que cuando algunas de estas personas abandonan el arenal a veces lo han dejado sembrado de colillas enterradas y restos de comida que se apresuran a liquidar las gaviotas.

Creo que es hora de dejarnos de cursillos específicos para las personas con mascota y ofrecer uno general de tolerancia para todos los seres humanos, de modo que aprendamos convivir en un espacio plural donde los animales, y mucho más los domésticos, formen parte sustancial del ecosistema de la ciudad y, si un perro es molesto en lugares comunes de relax, como lo puede ser la música a gran volumen, el griterío sin sentido o la suciedad, su responsable sabrá que no puede acudir con él a una ubicación donde traspase la frontera del espacio físico y psicológico de las personas que tiene a su alrededor. Por lo tanto, por favor, demos un giro de timón y una oportunidad a las mascotas y a sus familias para que puedan pulular libres por todos nuestros arenales. ¿Acaso les vamos a prohibir también a las gaviotas que anden, naden y sobrevuelen las playas, reubicándolas en orillas específicas y acotadas para que no nos molesten?

http://www.xaimefandino.com