La mejor política del mundo

Paloma Castro Martínez

Hace tiempo se decía que el fútbol era un deporte donde jugaban once contra once y ganaba Alemania; pues bien, ahora cuando quiero explicar a mis alumnos qué son las elecciones municipales les digo, evocando a Piedrahita, tal que así: “las elecciones municipales son los comicios donde los partidos disputan y distribuyen el control de los municipios y arrasa Abel Caballero”.

Y es que lo de Caballero sólo es comprensible si uno entiende que el universo está en expansión, y por eso, aunque caiga algo más de siete puntos en voto y dejen de votarle 18.742 votantes solo pierde un concejal. Pero claro, si con 18.742 votos menos pierde sólo un concejal, los 82.313 votos restantes debieran de valer sólo 4 concejales, y valen 19.

El truco está en que la práctica totalidad de los votos que pierde no van a otro partido, no quieren otro candidato, sólo se han quedado en casa; y eso que la mayoría votan a otros partidos en elecciones generales y autonómicas.

Sé que es complicado entender lo que les cuento, pero si yo fuera hoy un alto cargo de la Xunta, ocultaría ante todo mi condición de vigués para que a nadie se le ocurriera pensar en mí y proponerme como próximo candidato a la alcaldía de Vigo, porque estoy segura de que desde ese mismo momento se me quitarían las ganas de dormir.

Ya sé que la campaña era discutible, que los significantes eran débiles, que el valor de lanzarse en paracaídas para demostrar que vas a por todas es limitado, porque si realmente vas a por todas, de verdad, lo que tienes que hacer es lanzarte sin paracaídas, pero entiendo las reticencias de la candidata.

Y tampoco eligieron el mejor lema de campaña, aquello de “En Vigo todo es posible”, porque más bien parecía una campaña a favor del Gobierno que del cambio de Gobierno. Vamos, que yo me pasé toda la campaña esperando un vídeo de Abel Caballero diciendo aquello de “en Vigo todo es posible porque gobierno yo”, que es lo que realmente evocaba la propaganda popular.

Pero bromas aparte, lo cierto es que la nacionalización de las elecciones, que la hubo y fue muy fuerte, que el empuje de la organización popular en Pontevedra, en la que tanto se jugaba Rueda, y que tanto lo ha reforzado orgánicamente, han tropezado una vez más con la fuerza electoral del alcalde de Vigo. Y tiene razón cuando dice que es un caso de estudio, porque el éxito de Abel Caballero reside en haber superado los clivajes que construyen las dimensiones estructurales del voto para asentarse en los terrenos de la identidad, de una identidad construida emocionalmente sobre el orgullo de una ciudad.

A veces, confundimos esto con el populismo, pero la gran diferencia es que mientras el populismo se construye sobre emociones negativas de ansiedad e incluso de aversión, los constructos identitarios de las ciudades y de los pueblos pueden sostenerse, como es el caso, sobre emociones de entusiasmo. Y frente a la polaridad que construyen los populismos y algunos nacionalismos, que se construyen contra el otro, la identidad se puede construir sobre el orgullo, sobre el entusiasmo, sobre la esperanza y sobre la voluntad de ser lo que queremos ser.

Ver a Abel Caballero, subido al escenario, agitando el brazo, y referirse a Vigo como la mejor ciudad del mundo es un desafío a la política de nuestro tiempo, un golpe a la polarización, y muestra que hay otro modo de hacer política, la mejor política, del mundo.

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