La confesión de Robles

Julio Picatoste

Julio Picatoste

Las ciudades perecen cuando no saben distinguir los malos de los buenos. Antístenes

Según información de prensa, el próximo mes de julio cesará, por jubilación, el actual presidente interino del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Otro vocal ocupará su puesto, y en torno a esta sucesión ya han empezado las quinielas. Pero, ¿a quién interesa ya? ¿Qué importa que el nuevo presidente interino sea este o el otro, progresista o conservador? ¿Pero es que aún queda Consejo? ¿Puede haber alguien a quien interese presidir ese órgano depreciado y en estado de desguace? Herido por el descrédito y mermado por las jubilaciones, las dimisiones y el recorte de sus funciones, lo que de él se mantiene ha devenido absolutamente irrelevante. Está tan muerto que ni de cuerpo presente está. Es un Consejo residual, momificado, amortajado con las argucias cambiantes del Partido Popular que escamotea sin rubor todo intento renovador con una nada ejemplarizante burla de la ley. Era lo que le faltaba a un Consejo desprestigiado, por el que ni jueces ni políticos ni ciudadanos tienen ya estima ni consideración alguna. Su relevancia hoy se reduce prácticamente a menesteres decorativos en rituales de Estado y ceremonias varias, a las que su presidente acude como figurante institucional.

Que el CGPJ estaba herido de muerte es cosa sabida desde hace tiempo. Es consecuencia del deterioro en caída libre de una institución que durante décadas no supo cuidar ni cultivar un prestigio imprescindible para merecer la confianza de jueces y ciudadanos, sin que parezca que ello importase a sus vocales. Ha sido el comportamiento de algunos de ellos (hay honrosas, pero escasas excepciones) el que con persistente pravedad ha ido socavando el crédito del Consejo hasta límites lamentables. Yo me los imagino al tiempo de la toma de posesión de sus cargos pronunciando el viejo saludo, pero invertido para la ocasión: Ave, Consejo, los que te van a hacer morir te saludan.

Una de las causas de ese creciente desdoro a los ojos de todos ha sido la funesta táctica de nombramientos, producto tantas veces de maniobras, pactos y acuerdos que nada tenían que ver con el recto cumplimiento de sus obligaciones como vocales. Y si traigo esto ahora a colación es porque, aun siendo de todos conocido aquel desafuero, ha sido recientemente confirmado por las manifestaciones hechas ante un grupo de jueces por Margarita Robles, que fue juez (intermitente) y en otro tiempo vocal del CGPJ (impenitente). Esta confesión, que ella llama autocrítica –¡a buenas horas, mangas verdes!– es sencillamente la confirmación del modus operandi propio del CGPJ en el que ella fue vocal, y de otros también. En realidad, nada ha dicho que no fuera ya sabido. Efecto colateral de esa confesión es que arroja una luz delatora que afea y abulta el silencio de aquellos otros culpables de iguales maquinaciones, y no digamos de quien, a dúo muñidor con Robles, amañó y pactó nombramientos al servicio de intereses incompatibles con la justicia y el buen hacer, con decisiones cuyo desvío –cuando no desvarío– tuvo que enmendar más de una vez el Tribunal Supremo.

¿Y qué dijo Robles en ese encuentro con jueces y magistrados? Pues ha reconocido paladinamente aquellas componendas a las que eufemísticamente han dado en llamar “intercambio de cromos”, como si fuera un inocente juego de niños, cuando, en realidad y tristemente, era una descarada contravención de la ética más elemental y del primer deber de todo juez: ser justo en sus decisiones, sin acepción de personas; porque aquellos compadrazgos iban preñados de injusticia en la medida en que se daba prioridad al interés subyacente a la razón del trueque, con inicua postergación del mérito. Robles reconoció paladinamente la preponderancia de los padrinos o del apoyo asociativo, de modo que quien carecía de los unos o del otro o simplemente “no era conocido” quedaba preterido, por más que gozase de indiscutida valía. Ese modo de proceder llevaba indefectiblemente a la comisión, en algunos casos, de injusticias manifiestas. Comprenderán que, desde entonces, no solo haya perdido todo aprecio y respeto por los que se mostraron insensibles a la iniquidad, sino que hoy ya no me puedan merecer crédito alguno como jueces; ¿dónde está su sentido y voluntad de justicia?, ¿dónde su rectitud? Envanecidos, fueron deliberadamente sordos a la reprobación y censura de sus compañeros de carrera, sin vergüenza ni rubor. Y sin arrepentimiento, porque Margarita cantó al final, pero sin dolor de contrición.

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