El control de las elecciones

Alfonso Villagómez

Alfonso Villagómez

Hace ya más de cien años escribía Mario Navarro Amandi que para que una ley electoral pueda decirse buena, es preciso «que tenga voto, todo el que deba tenerlo, que el voto dé por resultado la ponderación exacta de las fuerzas sociales, que la elección no pertenezca a las mayorías, sino a todos los electores y que la elección no pueda falsificarse”.

Hoy, aunque es indudable el muy alto grado de limpieza y corrección del proceso electoral, no dejan de ser necesarios múltiples mecanismos que prevengan conductas fraudulentas, desde empadronamientos de conveniencia, hasta la presentación de candidaturas por formaciones ilegales, pasando por la regularidad del voto emigrante, la cobertura informativa de los medios de comunicación públicos o las inauguraciones de obras en plena campaña electoral, sin olvidar la depuración de los errores que pueden producirse en un recuento llevado a cabo por ciudadanos no siempre conocedores de los detalles del derecho electoral.

Existe una triple vertiente de los mecanismos de control de las elecciones que han de impedir tal falseamiento, tanto los de naturaleza administrativa, puestos a disposición de las Juntas electorales, como los jurisdiccionales que ejercen los tribunales ordinarios y el Tribunal Constitucional. No hay que olvidar el importante papel que juegan en el procedimiento electoral –singularmente– formaciones políticas, órganos de la Administración electoral y los tribunales de justicia.

Pero tampoco la conveniencia de cambios legislativos que pudieran tomarse en consideración para las futuras reformas de la LOREG que parecen preludiar los estudios al respecto encargados a la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados y al Consejo de Estado, y que garanticen la continuidad de la mayor de las características de la normativa actual, esto es, su alto grado de eficacia, que lleva a una valoración altamente positiva del sistema en vigor para el control del proceso electoral.

Hace ya más de cien años escribía Mario Navarro Amandi que para que una ley electoral pueda decirse buena, es preciso «que tenga voto, todo el que deba tenerlo, que el voto dé por resultado la ponderación exacta de las fuerzas sociales, que la elección no pertenezca a las mayorías, sino a todos los electores y que la elección no pueda falsificarse”.

Hoy, aunque es indudable el muy alto grado de limpieza y corrección del proceso electoral, no dejan de ser necesarios múltiples mecanismos que prevengan conductas fraudulentas, desde empadronamientos de conveniencia, hasta la presentación de candidaturas por formaciones ilegales, pasando por la regularidad del voto emigrante, la cobertura informativa de los medios de comunicación públicos o las inauguraciones de obras en plena campaña electoral, sin olvidar la depuración de los errores que pueden producirse en un recuento llevado a cabo por ciudadanos no siempre conocedores de los detalles del derecho electoral.

Existe una triple vertiente de los mecanismos de control de las elecciones que han de impedir tal falseamiento, tanto los de naturaleza administrativa, puestos a disposición de las Juntas electorales, como los jurisdiccionales que ejercen los tribunales ordinarios y el Tribunal Constitucional. No hay que olvidar el importante papel que juegan en el procedimiento electoral –singularmente– formaciones políticas, órganos de la Administración electoral y los tribunales de justicia.

Pero tampoco la conveniencia de cambios legislativos que pudieran tomarse en consideración para las futuras reformas de la LOREG que parecen preludiar los estudios al respecto encargados a la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados y al Consejo de Estado, y que garanticen la continuidad de la mayor de las características de la normativa actual, esto es, su alto grado de eficacia, que lleva a una valoración altamente positiva del sistema en vigor para el control del proceso electoral.