La verdad como reto

Julio Picatoste

Julio Picatoste

La sinceridad nunca ha figurado entre las virtudes políticas, y las mentiras siempre han sido consideradas como medios justificables en los tratos políticos.

Hannah Arendt

En el umbral mismo de nuestra Carta Magna figuran la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político como valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, del que aquellos son inderogable contexto axiológico. Tal enunciado solemne se hace en el artículo 1º, lo que dota a aquellos valores de fuerza normativa. Constituyen punto de partida y savia llamada a circular por las arterias todas de nuestro ordenamiento jurídico y son, a la vez, compromiso moral que, convertido en derecho positivo, ha de gravitar sobre las generaciones venideras de gobernantes, legisladores y jueces. Es, pues, una norma que mira al proceso de creación y aplicación del derecho.

Siempre me ha extrañado que la verdad no apareciese en ese pórtico constitucional mencionada como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, y ello pese a la consideración de la verdad como bien político y social de primer orden. Yo no entiendo que pueda haber libertad y justicia sin verdad. Un pueblo no puede ser soberano si no es un pueblo libre, y difícilmente será un pueblo libre si le escamotean la verdad. Pienso con el profesor Bilbeny que la justicia es en cierto modo la victoria de la verdad. Se me dirá que, a diferencia, por ejemplo, de la libertad o de la justicia, la verdad carece de contenido jurídico propio, mas no tengo por cierta tal aseveración. Bastará una breve ojeada al Derecho civil, al Derecho penal o al mismo Derecho procesal para comprobar que la verdad es referencia que esas áreas del Derecho toman en consideración. Si convenimos en que los valores que la Constitución proclama están dotados de un contenido ético que es inexcusable para una vida digna, debemos admitir que a la verdad corresponde llevar hasta el último alvéolo de aquellos valores el aire siempre purificador de la ética.

Es lamentable que la verdad se vea constantemente burlada en la vida pública. Recordemos, por citar un caso paradigmático, los llamados Papeles del Pentágono que vieron la luz pública en 1971; aquellos documentos ponían al descubierto el proceso de toma de decisiones en la política estadounidense en Vietnam; todo un lodazal de mentiras y engaños que caracterizó la política norteamericana, tanto exterior como interior. Lo cito como ejemplo máximo de embuste por su larga duración y la escandalosa implicación de altos niveles del Gobierno estadounidense.

"Quien se asome al parloteo –griterío a veces– del ruedo nacional comprobará muy pronto que la verdad carece de aprecio alguno en la vida política"

Pero no es preciso acudir a estas manifestaciones superlativas. Quien se asome al parloteo –griterío a veces– del ruedo nacional comprobará muy pronto que la verdad carece de aprecio alguno en la vida política. Antes al contrario, la falacia y el engaño campan a su aire y a sus anchas. Con descaro, con desvergüenza, impunemente. Y el ciudadano lo sabe. La mendacidad es como una veta que atraviesa la vida nacional, desde la mentira que se desliza en el discurso parlamentario, hasta la ocultación de la verdad sobre la situación real del país, pasando por la deformación interesada de la historia o las promesas incumplibles o prontamente olvidadas. Y es esa misma veta la que va degenerando en una grieta de desconfianza creciente que distancia al ciudadano de sus gobernantes.

Pero el mal no es cosa de hoy, tiene arraigo secular; decía Pascal que “la verdad está tan oscurecida en este tiempo, y la mentira tan establecida, que, a menos que se ame la verdad, no se la podrá conocer” (Pensamientos,864). Y la propia Hanna Arendt, cuyas palabras encabezan este artículo, afirmaba que la utilización de la falsedad y la mentira como medios legítimos para el logro de fines políticos existe desde el comienzo de la historia escrita. Así que, seamos realistas, no es empresa fácil deshacerse de lacra tan arraigada. No podrá ser erradicada, pero sí debe ser combatida sin desmayo, y delatado públicamente todo político falsario. Es tarea urgente recuperar la fe en la política y en sus actores. Cuánto trabajo cuesta entender que la verdad es un activo político en la medida que genera aquella confianza necesaria entre políticos y ciudadanos. La mentira y la ocultación de la verdad constituyen un atentado de lesa democracia y son caldo de cultivo de toda especie de mugre política. No se puede llamar hombre de Estado a quien cultiva la mentira y se vale de ella. Tampoco a quien vive de la llamada “posverdad”, vocablo indecente donde los haya; me resulta intolerable y repugnante que se aplique a la sagrada palabra “verdad” un prefijo para desfigurarla y significar lo que justamente le es contrario, a saber: la deliberada distorsión de la realidad, es decir, de la verdad, con fines políticos.

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