Límites

Jorge Álvarez Yágüez

Jorge Álvarez Yágüez

La idea de límite ha sido central en la cultura griega antigua, donde la virtud era definida en relación a una frontera que no había que rebasar y hacerlo significaba el exceso, la hýbris, esto es, el mal. De ahí aquel dicho délfico, “de nada demasiado” (medén agan), pues rebasar ese umbral lo cambiaba todo; lo permisible o incluso un bien podía tornarse en lo contrario. No era nada fácil saber dónde situar ese umbral o límite, definir con exactitud cuando se superaba la frontera que daba paso al exceso y con ello a nuestra perdición. Conocida es la posición de Aristóteles; él señalaba dos umbrales, uno por exceso y otro por defecto según fuera el ámbito de nuestra acción. En ese equilibrio, en ese justo medio (mesótes) radicaba el bien. Cada cual tendrá que saber calcularlo según sus condiciones y circunstancias, y esa capacidad de juicio es lo que denominaba prudencia o racionalidad práctica (phrónesis). Saber dónde están los límites es la gran cuestión del ser humano en la obtención de lo que podríamos llamar una vida buena.

La cuestión del límite definía igualmente además del bien, la justicia y la belleza. Lo horrendo sería lo desmedido, lo desequilibrado o caótico. Una música o una escultura que no se ajustara algún tipo de canon u orden nos produciría una sensación desastrosa. Y lo mismo valía para la justicia. Está en lo más hondo de nuestro sentir e intuir que lo justo se define por su equilibrio o simetría, por eso la imagen de la balanza es tan representativa y, diríamos, universal. Justicia es aequitas, equidad, una cierta igualdad en la que los platos se mantienen en equilibrio. Y no ha de olvidarse que la invención griega de la democracia remitía a una situación de equilibrio en la que todos los ciudadanos debían estar en condiciones de igualdad o simetría respecto al poder. Como vio bien Castoriadis, la democracia nos disponía en una posición de autonomía, en la que son los ciudadanos quienes han de saber fijarse sus límites.

En fin, los griegos habían proyectado esa misma idea sobre el propio cosmos, en el que veían una muestra de justicia. Su misma palabra (kósmos) significa orden, lo contrario de kháos (caos), que sería por definición lo que carece de límites, de cualquier atisbo de equilibrio o armonía.

Toda la cultura griega, de la filosofía a la política, al arte y la tragedia está atravesada por esa contraposición del límite y el exceso.

Pues bien, en la cultura de nuestra modernidad esa noción de límite y la correlativa de equilibrio parecen disiparse. El cosmos mismo empezó a manifestársenos a la luz de la ciencia moderna como sin confines, infinito, lo que parecía imposible de admitir. La significación del infinito parecía desplazar lo solo atribuible a la Divinidad hacia el mundo inmanente, primero al de los Cielos (espacio infinito) y luego al de la Tierra misma, que se le presentaría al modo económico de producción naciente como espacio potencial del que extraer bienes sin fin; una idea muy en consonancia, con su pertenencia esencial a la Crematística y no tanto a la de Economía –para emplear la distinción aristotélica que tanto gustó a Marx– en la que la primera se definía por basarse en el cambio monetario no teniendo otro fin que la ilimitada obtención de dinero. La conjunción de ciencia y técnica lograría lo que solo un Dios habría podido: dominar la Naturaleza; la noción de Progreso se estableció como axioma, y las revoluciones tecnológicas que se sucedieron parecían confirmar que aquella mejora en todos los órdenes no tenía fin. El mismo concepto de finitud parece hoy ya casi propio de otro tiempo; hasta el mismo envejecimiento y muerte ya no se presentan como inevitables. El sujeto moderno hace tiempo que dejó atrás el ideal griego de auto-dominio y conciencia del límite, para tratar de perseguir hasta el final la infinitud de sus deseos. ¿No era eso el mensaje de fondo de la cultura neoliberal: no hay límites, abajo toda regula?

"La población actual del planeta consume más de lo que puede, si quiere dejar unas condiciones mínimas semejantes a las siguientes generaciones"

Y de pronto, la noción de límite retornó, y lo hizo por donde menos se le esperaba, por aquello tenido como el cuerno de la abundancia. Las reservas de energía fósil empezaron a mostrarse limitadas, la disponibilidad de materiales, de agua, los servicios de los ecosistemas... La ciencia en realidad nunca había abandonado el concepto de límite, capital por lo demás en todo su orden teórico (Simone Weil), y conocía bien, por ejemplo, lo que son límites físicos, como el mostrado por el Segundo Principio de la Termodinámica o ley de la entropía. Georgescu-Roegen (1971) desarrolló audazmente la relación de ese principio con un campo más controvertido el de la Economía, llegando a la conclusión de que la pérdida constante de recursos naturales (energía degradada y materia) ponía en cuestión el presupuesto que compartían la economía neoclásica y el marxismo pues no cabía producción sin fin. El Club de Roma en 1972 dio a conocer el estudio sobre los límites del crecimiento, realizado por un equipo del MIT encabezado por Donella Meadows, que fue polémico, y hoy vemos muy acertado para la información y modelos de que se disponía. Nos decía en síntesis que nuestros parámetros de crecimiento con la población existente y en aumento era insostenible para el planeta. Se elaboró luego el concepto de huella ecológica (1996, Rees y Wackernagel) y nos arrojó unos resultados alarmantes: que la población actual del planeta consume más de lo que puede, si quiere dejar unas condiciones mínimas semejantes a las siguientes generaciones; que estamos consumiendo casi dos planetas (1,8). Si lo pensamos en un año, a eso de finales de julio ya habríamos agotado todo lo que el planeta es capaz de regenerar, a partir de ese momento esquilmamos lo que corresponde a las generaciones futuras. En esa línea el Stockholm Resilience Centre dirigido por J. Rockström ha planteado (2009) una de las cuestiones más relevantes que pueda haber, yo diría que ese es el problema de nuestro tiempo: los límites planetarios. Han señalado nueve campos fundamentales para la vida, para el Sistema Tierra, y han precisado los umbrales que no pueden ser rebasados si no se quiere introducirse en un espacio en el que nuestra vida se haría mucho más difícil. Y el caso es que cinco de esos límites según sus cálculos ya los hemos superado: el del clima, el biogeoquímico relativo a los ciclos del nitrógeno y el fósforo, el límite de la biodiversidad, el de usos del suelo y el de la contaminación química. En otros campos estamos al borde, como en el de la acidificación de los océanos.

Nuestra responsabilidad gigantesca está en saber qué podemos hacer para paliar, para no ir más allá en los límites rebasados y frenar el crecimiento en aquellos campos en que nos aproximamos al umbral en el que todo cambia para mal. Nuestra cuestión es política, moral y existencial a la vez. Nunca se le ha planteado a una civilización una situación así. Tenemos que tomar una decisión individual y colectiva, la de actuar, con los sacrificios inevitables que conlleva. Nadie puede quedar al margen, pues afecta a las condiciones básicas de vida de la humanidad, presente y futura, y a la de las demás especies. El equilibrio del planeta, de la vida y nuestro equilibrio versan sobre lo mismo. Sobre límites.

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