El sobrepeso de la política (I)

Julio Picatoste

Julio Picatoste

Cuando se habla de confianza en las instituciones, no está claro si se trata de la depositada en las personas que las encarnan o en las instituciones mismas, en su eficiencia y rendimiento. Algunos especialistas (Hadrin, por ejemplo) dicen que para confiar en las instituciones hay que confiar en las personas que las integran, pues la confianza existe entre personas, no entre instituciones. Esta aseveración es muy significativa y da medida de la estima que por la institución tiene quien decide los nombramientos.

En más de una ocasión, y desde instancias políticas, se ha demandado de los ciudadanos respeto para con las instituciones sin reparar en que la debida consideración ha de partir primeramente de los propios actores políticos cuando deciden la composición personal de las instituciones y la atención que a las mismas han de dispensar. Por ejemplo, se abstendrán de minimizar injustamente su relevancia, no deberán secuestrarlas para el servicio de sus propios intereses partidistas, evitarán sofocarlas en la precariedad sin dotación de los medios precisos para su cabal funcionamiento o, en fin, cuidarán de no llevar a su seno personas que carecen de las cualidades o del prestigio que corresponde al aseguramiento de su autoridad y jerarquía. El respeto empieza ahí; precede y aún es presupuesto del que se exige de los ciudadanos. El incumplimiento de esta regla conduce al descrédito de los dirigentes políticos y, seguidamente, a la desafección de los ciudadanos.

"Con este panorama, difícilmente se puede pretender de los ciudadanos, atónitos –y pacientes– observadores de esta decadente realidad, que confíen en las instituciones que continuadamente son colocadas bajo sospecha"

Y es que, con esa desmesurada y exasperante capacidad invasiva de la política, su ejercicio y experiencia son objeto de una sobreestimación que es capaz de sustituir, o mejor, suplantar las aptitudes o capacidades requeridas para el desempeño de cargos en instituciones ajenas a la actividad política.

La dedicación a la política se está convirtiendo, sin el más mínimo pudor, en una suerte de meritoriaje para el desempeño de altos cargos en organismos cuyo acceso está legalmente reservado a personas de relevante cualificación técnico-jurídica, porque de esta índole –y no política– es, precisamente el órgano en el que son colocados, por ejemplo, el Tribunal Constitucional o el Consejo de Estado, donde solo debían tener cabida juristas eminentes. Se trata, al cabo, de una fraudulenta afirmación de aptitud y hasta de excelencia jurídica de quienes, entregados de pleno a la acción política, pero no al cultivo y ejercicio de quehacer jurídico alguno, son promocionados a encumbrados puestos en órganos de función y significación técnico-jurídica. Estamos ante una preocupante y desmesurada inflación de la política, una hipertrofia que vale como salvoconducto para el desempeño de cargos en instituciones en las que solo debiera regir el rango profesional en el previo desempeño y acumulación de experiencia como reputado jurista. No son nombrados por su reconocido prestigio en el mundo del Derecho, sino por el reconocimiento de los servicios prestados y, en la percepción popular, acaso por los que se esperan en el futuro. Con este panorama, difícilmente se puede pretender de los ciudadanos, atónitos –y pacientes– observadores de esta decadente realidad, que confíen en las instituciones que continuadamente son colocadas bajo sospecha.

Pero es que, además, está en juego la apariencia de imparcialidad de quienes pasan a ocupar cargos relevantes en determinadas instituciones y, por ende, de las instituciones mismas. Con la idea de recobrar la confianza de los ciudadanos y de reconstruir la legitimidad de las instituciones, Pierre Rosanvallon nos habla de la necesidad de articular una “legitimidad por imparcialidad” que es, en esencia, una legitimidad ejercida desde autoridades independientes y basada en sus capacidades. Y esto, hay que decirlo bien alto, se descuida –aún más, se desdeña– de modo harto irresponsable y alarmante en nuestros días. Cuidado, se está jugando con fuego.

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