Inventario de perplejidades

La policía moral del franquismo

José Manuel Ponte

José Manuel Ponte

Todos los procesos revolucionarios suelen comenzar por una protesta espontánea contra un poder dictatorial que reprime el ejercicio de los derechos más elementales. En Túnez, la llamada “primavera árabe” se inició con una protesta por la brutal actuación de la Policía del régimen contra un pobre vendedor ambulante. Le dieron de golpes con la saña habitual y tiraron por el suelo las pocas mercancías que llevaba al mercado. En circunstancias normales, ese despliegue excesivo de la fuerza hubiera concluido con unos porrazos y la detención de los que se hubieran significado más en la protesta.

Pero en este caso, la famosa gota de agua que colma el vaso de la indignación popular desbordó todas las llamadas a la resignada prudencia. La Policía y los militares fueron sobrepasados por la marea revolucionaria y el dictador huyó del país. Hay abundantes referencias históricas sobre estos procesos y todas coinciden en destacar como elemento común el factor sorpresa. En Irán, por ejemplo, reinaba el Sha Reza Pahlevi, un dictador colocado en el trono por Estados Unidos y sus aliados tras la nacionalización del petróleo por Mohammad Mosaddeq, que acabó siendo víctima de un golpe de Estado impulsado por Eisenhower y Churchill. El Sha fue un habitual de las revistas del corazón por el repudio de su bellísima esposa, la estéril Soraya, conocida como “la princesa de los ojos tristes”.

La corrupción de la monarquía favoreció la aparición, como principal fuerza opositora, de los ayatolás encabezados por Jomeini, una casta clerical de estricta obediencia islámica en su versión chiíta. El extremo rigor del régimen sacerdotal movilizó a un amplio sector del activismo femenino en solicitud de la liberación del velo. La muerte en comisaría de una joven postulante de derechos elementales tras ser denunciada por la odiosa “policía de la moral” ha incendiado las calles iraníes con masivas manifestaciones en demanda de libertad. Los de mi generación también padecimos “la policía moral “ del franquismo.

Por el verano, en los arenales playeros llegó a establecerse un espacio para los hombres y otro para las mujeres., a las que se obligaba a poner un faldellín sobre el bañador para no excitar una lujuria siempre al acecho. Y con apercibimiento de multa si no se respetaban las normas. Las mujeres fueron las principales víctimas de aquella policía. Y en las revistas de humor era habitual ver el dibujo de un guardián de la moral saliendo desde detrás de un macizo de flores para reprender a una pareja de novios peligrosamente cercanos en un banco del jardín. Por supuesto, las mujeres llevaban velo en las solemnidades e incluso por la calle, para dar aspecto de respetabilidad. También estaba prohibido no recocerse de calor vistiendo medias en agosto. Los comisarios de aquellas policías tan ridículas como siniestras estaban a la altura de las circunstancias. En la ciudad donde pasé mi primera juventud, todo el mundo conocía los dislates de un delegado del poder central. Este hombre llegó a tapar con pintura la raja de la falda de unas coristas que alegraban la fachada de un puesto de madera en una atracción de feria. Destinado a Madrid para premiar su celo de censor, cometió el error de controlar la intensidad lumínica de los tugurios donde se solazaban los jerarcas del régimen con unas amistades. Y, claro está, lo cesaron.

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