Crónica Política

Las disculpas

Javier Sánchez de Dios

Javier Sánchez de Dios

Faltan las disculpas. Como mínimo. Y es que, en política, cuando alguien se equivoca, debe corregir sus errores y, por una cuestión de principios, ofrecer las disculpas a los afectados. En la tragedia del naufragio de Villa de Pitanxo, la actitud del Gobierno central y algunos de sus servidores no sólo han incurrido en errores, sino en maltrato, siquiera desde el punto de vista humano, con las veintiuna familias que aún esperan un posible rescate de los desaparecidos, e información, siquiera la que se haya podido obtener tras meses de indecente parálisis burocrática y de inexplicable actitud de la Presidencia que, a diferencia del Papa y el Rey, por ejemplo, no quiso recibir a los afectados.

(Y del Ministerio de Trabajo, ese cuya titular, tan “popular y atenta a las clases más débiles” según algunos, rechazó la petición de audiencia de las familias aduciendo que el “asunto” no entra en sus competencias; como si se tratase no de víctimas de una catástrofe laboral, digan lo que quieran los que han de calificarla; no fue el hundimiento de un yate de recreo. Pero lo más repelente, desde el punto de vista de quien escribe, es que durante algunos de los meses perdidos por estar en la inopia quienes debían –y podían: hubo varias ofertas de empresas especializadas para llegar al pecio–, el Estado español, tan “social” como predican sus corifeos, dedicó su tiempo al papeleo, y cuando la presión lo impulsó a moverse lo perdió en resolver un concurso público para bajar a los restos del pesquero gallego).

En cualquier país con un gobierno medianamente serio, decir que hay que esperar hasta marzo, como informó este periódico, es sencillamente una vergüenza. Claro que, ante las cosas que está haciendo este gabinete, pedir simplemente cordura suena a inocentada. Perder un año es algo bastante peor, sobre todo cuando se termina por decidir algo a lo que antes se había calificado de “imposible”. Conste que se habla desde el pleno respeto al derecho constitucional a la presunción de inocencia, derecho que no excluya la crítica de los procedimientos. Eso es lo que lleva a citar de forma conjunta los casos marítimo del Pitanxo y ferroviario en el de Angrois.

En los que coinciden el ocultismo, la confusión inducida y, sobre todo, el inadmisible descaro con el que entidades situadas en áreas gubernamentales practican un impresentable ejercicio de escaqueo para tratar de eludir las presuntas responsabilidades correspondientes. Y por ello cruzan el fuego, acaso para defender su ya penosa imagen o quizá por eludir las obligaciones indemnizatorias que correspondan. En los excelentes relatos de este periódico sobre el desarrollo del juicio oral por la catástrofe ferroviaria, es evidente que, además de las penales, están en juego otros aspectos, desde la imagen de gobiernos: a pesar de su ausencia, es obvio que pasó lo que pasó porque alguien se descuidó, minimizó el riesgo de inseguridad y después se escurrió, sorprendentemente, sin siquiera ser citado como testigo en la instrucción.

Existe aún otra significativa coincidencia que permite citar ambos casos de forma conjunta, más por las sombras que provoca que por la claridad que debería presidir todas y cada una de las fases de sus investigaciones: ambas tragedias tienen pendientes informes requeridos por el Parlamento Europeo, con la expresa condición de que el del naufragio se hace una cita concreta de algo que sólo por su mención, debería abochornar al Gobierno entero: la exigencia de que esa investigación sea “independiente”. Claro que en un equipo en el que existe algo al que llaman Ministerio de Igualdad y que, en el tiempo en que lleva en manos de auténticos indocumentados, vomita unas leyes a las que alguien llamó “de panfleto”, es prudente insistir en que resulta inútil reclamar independencia o, simplemente, sentido común

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