Opinión

Componendas al descubierto

La complacencia con exigencias soberanistas

El manejo de material inflamable –recóndito por naturaleza– comporta prácticas susceptibles de bordear la legalidad, con resultados a la vista: desasosiego social y judicial, antesala de una grave crisis institucional.

Componendas al descubierto

Componendas al descubierto / Luis Sánchez-Merlo

A quienes conspiraron contra el orden constitucional y proclamaron una fugaz independencia –el golpe de 2017– no les ha bastado con las concesiones penitenciarias ni el indulto de las penas, impuestas por el Tribunal Supremo, por la comisión de delitos de sedición y malversación de caudales públicos.

Tampoco al héroe que se escabulló de la justicia en circunstancias cómicas, que tanto daño ha hecho a la reputación del país que, a fin de cuentas, le sustenta y cuyo destino –en un ambiente enrarecido por la guerra indepe– está pendiente de la reforma del Código Penal.

Tras la publicación de la sentencia –histórico servicio prestado a España por siete magistrados denodados, bajo la presidencia de Manuel Marchena, y cuatro fiscales indomables– se produjeron graves incidentes en el centro de Barcelona, protagonizados por los comités de defensa de la república, bajo el paraguas de un trampantojo violento, autodenominado Tsunami Democratic.

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La estrategia del “apaciguamiento” tomó cuerpo, como método para desinflamar la “cuestión catalana”, emblema de la ansiedad de una nación por su identidad y su decadencia. Con una metodología sencilla, por evidente: darle al secesionismo lo que pida.

Y una terapia, la “política del ibuprofeno” (medicamento, con propiedades antinflamatorias, en el surtido de las boticas caseras de los españoles). Ese distintivo, made in Borrell, encubre con ironía la intimidación secesionista que lleva al Gobierno a mostrarse –por su propio bien– condescendiente con sucesivas exigencias.

El efímero y cercenado modo “155” mutó al “cesiones por presupuestos”, con desembocadura en una “Mesa de Diálogo” bilateral que, en su última reunión, acordó: “un pacto de supervivencia” entre ambas partes, “que sea claro con la amnistía y otras vías para acabar con la represión”.

Lo que incluye: la “desjudicialización” de las causas pendientes del procés, con Cataluña, como paraíso jurídico, donde sublevarse contra la Carta Magna no sea delito; la decisión de no recurrir ante el Tribunal Constitucional las leyes, esmeradas, para escabullirse de sentencias que instan a impartir al menos un 25% de clases en castellano en el sistema educativo de la autonomía; la reforma de la sedición, amagada y aparcada, pero siempre en cartera como salvoconducto para la redención penal del fugitivo.

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En esas estábamos cuando el presidente de la Generalitat, en una entrevista en TV3 –televisión poco sospechosa en cuanto a neutralidad se refiere– ha descubierto la componenda: “Ha habido un acuerdo por el catalán, no nos impugnan la ley”, dando a entender que el presidente del Gobierno le aseguró a su homólogo soberanista que no recurriría la ley del 25% de español en las escuelas catalanas.

Al entrevistado le asiste la razón, dado que su objetivo está claro, lo lleva pregonando desde que se sentó en la silla curul y no tiene necesidad de decir una cosa por otra. Con una lógica implacable: no se puede pactar con alguien que te quiere llevar a los tribunales, porque eso no genera “confianza entre las partes”.

En román paladino, la Generalitat no acata una sentencia del Tribunal Constitucional que obliga a que todas las lenguas oficiales de Cataluña sean vehiculares en la enseñanza y el Gobierno no se inmuta cuando su aliado político incumple esa sentencia. Así, la sospecha de la inacción, pactada, resulta insoslayable.

Entretanto, el comisario europeo de Justicia –guardián del Estado de Derecho en la UE– se ha reunido en Bruselas con el presidente catalán, al que ha instado a “garantizar la plena aplicación de las sentencias judiciales”.

Pendiente de completar la renovación del cuadrilátero jurisdiccional –CGPJ, TC, TS y Tribunal de Cuentas– quedaría pendiente de resolver el recurso de marras ante el tribunal de garantías, una vez que la alianza “progresista” se haya asegurado el dominio, en consonancia con las matemáticas vigentes.

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La malicia de una forma de proceder –que no expone públicamente las razones– favorece la irrupción del odioso pacto secreto, que aleja la verdad racional y objetiva en cuestiones nucleares, como es, en este caso, privar a los ciudadanos de un derecho tan básico como es la lengua española.

El evangelio de quien capitanea el secreto, y su edecán, es la integral de componendas, formuladas sin atisbo de disimulo: “Hay un tiempo para el castigo y un tiempo para la concordia. Solo con la ley no basta. Hay un conflicto político que tenemos que resolver desde la política”; “siempre he criticado que se aparcara la política, para dejarla solo en manos de la justicia”.

Aunque moleste a la ideología de consigna, en un sistema democrático, que se precie de serlo, nadie está por encima de la ley. La Constitución establece que todo español tiene el derecho y la obligación de aprender y usar el español y todo aquello que no garantice ese derecho perjudica a los alumnos.

El empeño explícito de los secesionistas –amnistía y autodeterminación– es mantener el sistema educativo que lleva vigente 40 años en Cataluña, del que pocos se quejan, al quedar demostrado que se mantiene viva la convivencia entre las dos lenguas.

Pero cancelar el español vehicular puede insinuar un paso más hacia la secesión, con la muleta de una ley electoral no proporcional que facilita una desmedida representación parlamentaria.

Lo cierto y verdad es que el gobierno de coalición –en compañía del bloque soberanista– lleva algún tiempo permitiendo que se incumpla la sentencia que obliga a impartir el 25% de las clases en español y ningún independentista ignora que este tipo de concesión despierta indignación en el resto de España, lo que permite poner en aprietos al presidente cuando venga en gana.

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El jefe del Ejecutivo calculó mal si creyó que la absolución era un guiño suficiente de apaciguamiento. Más bien podía denotar debilidad ante un soberanismo que nunca se da por satisfecho.

Los argumentos utilizados por el Gobierno –saltándose los informes del Supremo y los del Ministerio Fiscal– para justificar los indultos no tienen desperdicio: el perdón, sin arrepentimiento por parte de los perdonados, implicaba buena voluntad, diálogo, paz, armonía y concordia; en contraposición a la justicia, que entrañaba: venganza, desunión y barbarie.

El agravante de conceder privilegios, bajo apremio soberanista, alienta una pretensión insaciable, cuya penúltima exigencia –contestada por los sectores afectados– sería la cancelación de la figura del jefe del Estado en la expedición de títulos universitarios oficiales, lo que se presenta –con desparpajo– como una “mejora técnica”.

De paso, el nuevo titular del ramo –cuota catalana de UP– no ha desaprovechado la ocasión para dejar su huella en el proyecto de Ley Orgánica de Universidades, convirtiendo a 25.000 profesores asociados en indefinidos. Más madera electoral.

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La independencia de la Justicia garantiza la fortaleza del Estado de Derecho y, por ende, una democracia de mayor calidad.

En la que parece inminente renovación del CGPJ y TC deberían primar –por encima de cualquier otra consideración– criterios de idoneidad, desvinculando a los candidatos de la esfera pública.

Parece que están en ello. Veremos en qué queda esa urgente legitimación democrática. Maquiavelo escribió: “El éxito de cualquier iniciativa depende del momento”. Ahí puede residir la clave.

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