Nadie gana una guerra, todos la pierden. Incluso los que alcanzan la victoria tras haber pagado un alto precio por ella. Las guerras, además, no se acaban fácilmente; hacen estúpido al vencedor y rencoroso al vencido, escribió Nietzsche. En el caso de Ucrania la frustración del derrotado no supondrá un bálsamo contra el dolor, todo ello considerando que este será el invasor, el Kremlin, que expuso más de una mentira ante el mundo para masacrar al vecino y amedrentar a las democracias liberales europeas.

Los últimos progresos bélicos del país invadido –no sé hasta donde es propaganda o realidad– que, según parece, recobra parte del territorio del que se haba adueñado el invasor, nos han devuelto a la retórica de la guerra por parte de los dirigentes comunitarios europeos. Ursula von der Leyen ha aprovechado el discurso anual del estado de la Unión para proclamar que hay demasiado en juego en estos momentos para andarse con paños calientes. Es decir, no se la juega Ucrania sino también el resto de la Europa amenazada en su modelo de vida por un zar psicópata. Dicho de otra manera, no hemos llegado hasta aquí para no rematar la faena cuando el enemigo empieza a sentirse debilitado.

Esto se traduce, si no he entendido mal, en que la UE apoyará militarmente a Zelenski si decide reconquistar la frontera anterior al inicio de las hostilidades. El problema es que en estos momentos no resulta sencillo fijar esa frontera, como tampoco lo es determinar cuándo en realidad comenzó el enfrentamiento que prosiguió con la invasión rusa. Pero es Ucrania la que tiene que decir hasta dónde está dispuesta a llegar. Parece, en cualquier caso, que la determinación de derrotar a Putin es firme, cuando hace todavía no demasiado tiempo nos estábamos preguntando hasta qué punto estaba convencida la vegetariana Europa de las libertades y del comercio de poder plantarle cara a la carnívora Eurasia. La resistencia y el sufrimiento de los ucranianos han señalado un camino.