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Lola Galovert

El anillo

Nora llevaba tiempo empeñada en quedar conmigo sin falta porque, me dijo, tenía que darme algo importante. Mi sorpresa fue mayúscula, se trataba de un anillo de oro blanco y zafiro con incrustaciones de brillantes, que conservaba con devoción como herencia de su madre. Ante su insistencia no pude rechazar tamaño regalo y sobre todo, porque, me explicó, era el símbolo de nuestra amistad.

Desde aquella, desde aquel desprendimiento, al igual que los esposos llevan sus alianzas, o las mujeres su anillo de compromiso, yo llevo el mío en el cuarto dedo de la mano izquierda, que la creencia tradicional conecta directamente con el corazón a través de la “vena amoris ” y, por tanto, con el amor.

Un haz de amigas, y también algunos amigos, han caminado a mi lado formando parte de la historia de mi vida.

Olga en el Bachillerato, a cuya caótica casa de diez hermanos acudía con veneración y comparaba con la mía mil veces ordenada y despolvoreada. Lucía, que de aquella, cuando no sabíamos lo que era el roce con un chico, me enseñaba los secretos del beso y del achuche carnal. Marta, con la que he pasado entusiastas horas de entrenamiento y partidos de voleibol, en cualquier sitio donde pudiéramos llevar nuestro preciado balón. Pilar, que conteniendo mi activismo político consiguió que fuera aprobando los exámenes de mi carrera universitaria. Rosa, con la que hablaba del amor, del “verdadero amor”, salpicado con tiernas canciones de Los Panchos, Armando Manzanero y muchas más salidas del dulce algodón rosa en el que nos sumergíamos. Circunstancia esta, por cierto, que no nos impedía el ensayo de intrépidos amores de discoteca. Celia, con la que he compartido aventuras, risas, militancia y lecturas. Ana, que peina mi cabeza y mi mente. Rosario, que me enseña eso que son las mujeres. Marisa, compañera de viajes iniciáticos. Maribel, que lleva la luna a mis noches. Ramiro y Crisa, en cuyo calendario estoy presente. Santiago, que contagia la juventud sin serlo. Pilar, introductora de juegos sociales. Ángeles, que no duda en señalar mi rostro cuando lo ensucio. Inés y Carmen, que escuchan lo que no digo y explican mis zozobras.

“Tenemos la certeza de que llegamos cuando todo el mundo se ha ido, de que nos refugiamos la una en la otra sin tener que disculparnos”

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Leyendo esta enumeración, pudiera parecerles que pretendo hacer una exhibición de amistades. No es mi intención, solo la de compartir con Vds. la alegría del tesoro acumulado.

Pero no vayan a pensar que mis amigas y yo vivimos simbióticamente pegadas una a la otra. No, no lo hacemos. Hemos aprendido a convivir a gusto con la soledad. Esa buena compañera que echaríamos de menos si nos faltara porque si no, sí que nos encontraríamos solas.

Eso sí, y aquí puede estar la clave, tenemos la certeza de que llegamos cuando todo el mundo se ha ido, de que nos refugiamos la una en la otra sin tener que disculparnos, defendernos ni probar nada.

Por eso, tengo tanta necesidad de su amistad.

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