A estas horas es probable que el plan económico anunciado hace apenas cuarenta y ocho horas por el señor presidente Sánchez –con su modo habitual de hacer que parezca algo así como el santo advenimiento– habrá sido desmenuzado por los expertos, con y sin comillas, tanto afines como adversarios. Y no resulta tampoco aventurado subrayar el hecho de que los veredictos serán tan distantes como las posiciones de partida y de llegada ante las intenciones gubernamentales. Dicho lo cual, no parece inadecuado añadir alguna otra opinión formulada desde una simple comparación entre lo que hay y lo que, aplicado el citado plan de urgencia, puede haber en el seno de la realidad gallega.

De entrada, parece obvio decir que cualquier tipo de iniciativa gubernamental para ayudar a quienes lo necesitan es positiva, además de una obligación básica de quienes gestionan los fondos públicos. Que, en España y en Galicia, son abundantes los gestores, lo que por lógica debería suponer una coordinación proporcional a las capacidades. Y, en todo caso, organización y supervisión, siquiera para evitar todavía más desigualdades e incluso golferías como, por ejemplo, las que se cometieron en el comienzo del COVID-19. Que las hubo, aunque la mayor parte quedó sin castigo a causa de que la urgencia de aquellos días para conseguir el material imprescindible “tapó” los desmanes.

Expuesto lo anterior, procede otra opinión: las decisiones adoptadas, vistas desde una posición no adscrita a alguna de las partes, aparentan una suerte de enroque en las anteriores. Salvo la prórroga en la duración de algunas medidas, y del anuncio de otras dentro de unos meses, la impresión inicial es que salvo la leve rebaja de los recibos “de la luz” –teniendo en cuenta el aumento de los precios pese al “frenazo” en los del gas– el conjunto apenas supone alivio para la gente del común. Y no parece sustancial la reducción de ingresos en las arcas públicas, porque sus ingresos seguirán siendo más altos de lo previstos. Lo que no es malo, por supuesto, pero no tan bueno como para sacar pecho.

En cuanto a la referencia a un aumento del impuesto de sociedades –sin especificar aún la cuantía ni la fecha: parece un tiempo muerto para pactar, dentro del Gabinete, las posturas de Calviño y Díaz– es una medida poco eficaz para la mayoría, porque no solo no beneficiará a las empresas, sino que perjudicará a los consumidores que, tarde o temprano, verán reflejado en sus facturas el coste fiscal aumentado. En cuanto a los doscientos euros de ayuda directa, no solo recuerdan a los de Zapatero sino a los de su ineficacia a plazo; no impidieron la tremenda crisis de todo tipo que el entonces presidente negaba rotundamente. Es cierto que “menos da una piedra”, sobre todo en muchos hogares donde el día a día obliga a hacer milagros, pero de ahí a hablar de “política social incomparable” va un abismo.

Sin más intención que exponer un punto de vista particular, es casi obligatoria la conformidad con la tesis de don Pedro Sánchez en cuanto a lo positivo de la reducción de las tarifas del transporte público. Es algo más, bastante más que una gota de agua en el océano: beneficiará a los abonados y por tanto ayudará también a las empresas, pero su ámbito de eficacia dibujará sobre todo una geografía urbana, y es dudoso que impulse de forma generalizada el uso de esa modalidad. Todo lo cual lleva a dos tipos de conclusiones y una moraleja: la primera, que en el fondo el “plan de choque” es más cosmética que solución; la segunda, insistir en que, pese a todo menos da una piedra. La moraleja, en fin, es que del oficio político no conviene fiarse mucho: sus protagonistas solo reaccionan cuando les dan una patada en el culo electoral.