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Corría el sacristán con aflicción y congoja, descuadernado por el esfuerzo, en busca del abad de la parroquia. Acababa de oír en la radio que el papa había muerto. Al doblar la rectoral y llegar a su altura, todavía jadeante y sin resuello, le espeta la triste nueva: “Señor cura, señor, cura; o papa morreu”. Mientras intentaba el vicario atemperar el gesto y recomponer su figura, preso todavía del dolor y sobre todo la sorpresa, le escucha a su auxiliar: espero que corra o escalafón.

El deseo y la ambición del cargo han constituido indudablemente una constante desde los primeros tiempos de la Humanidad y en cualquier faceta que la vida nos sitúe. Aunque hemos de reconocer que ya metidos en harina la exégesis en la cosa pública deviene inmensa e inagotable. Habitual pareja de baile del qué hay de lo mío y prima hermana del me sabes a tu disposición, se encarna la ambición en las más variadas realidades que diésemos a imaginar. Sin que la eventual inoportunidad del momento constituya para el impúdico la más mínima traba o cortapisa.

Se cuenta que en una ocasión acudía un arribista político, algo trepa él, a presencia de Georges Clemenceau, jefe por entonces del gobierno francés y a quien apodaban El Tigre, justo en el momento en que éste velaba el cuerpo presente de uno de sus ministros. Una vez hubo cumplimentado el trance y bajo la atenta mirada de quien era ya conocedor de sus andanzas, le desliza al oído en un tono confiadamente esperanzado: señor ¿cree que puedo ocupar el puesto del fallecido? La respuesta también fue inmediata: no lo sé, pregunte en la funeraria.

Hasta en el pautado andar de la milicia encuentran las ambiciones razones. Como la encontró aquél oficial que, encomendándose a la incipiente amistad que oteaba en el monarca, le sugiere osadamente un oportuno ascenso: no dude que en mí encontrará siempre madera de general. Tampoco en este caso la respuesta se hizo esperar: cuando quiera un general de madera, no dude que pensaré en usted.

“Quienes han de pone orden en la nave son reos de pasadas aventuras de una tropa que se levanta cada día con la exclusiva tarea de exigir su diezmo”

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No obstante, hemos de convenir que, aunque todos los senderos, también los de la gloria, conducen a la tumba, nadie tiene derecho a detestar o reprobar esa legítima ambición que lleve a cualquier semejante a afrontar una empresa, sea esta grande o pequeña. Algo siempre subjetivo. Porque, sin espíritu de superación, de finalidad o de logro que dé cuerpo al esfuerzo, cualquier persona se iría marchitando y una sociedad acabaría constriñendo la libertad y el bienestar de sus ciudadanos. Ya decía Platón que si no deseas nada hasta las cosas pequeñas te parecerán inmensas. Más próximo en el tiempo y más cercano en el afecto, he de traer a la cita a mi admirado párroco don Manuel. El don lo tiene ganado hace ya largo tiempo. Suele decir que nada habrá de satisfacernos más que el esfuerzo bien empleado. Nunca le quité razón, aunque confieso que sigo albergando una lejana, aunque menguante esperanza en la Bonoloto.

Entiendo por lo tanto lícitos la aspiración y el deseo, legítimos los medios y la formas, cabalmente entendidos, pero demandables y hasta repudiables sus actos cuando en el empeño público no presida la voluntad del encomendado el respeto al cargo, la dignidad que representa y la ordenación de su tarea a lograr el bien común y general de los ciudadanos. Que es su primera obligación. Y de ello tenemos también sobrados y sobrantes ejemplos.

Cuesta asumir, y más todavía digerir, que desde los mismos escaños que hoy ocupan Rufián, Echenique, Montero o Garzón, por citar tan solo algunos, ofrecieran su talento y saber parlamentario Cánovas o Sagasta, Canalejas o Besteiro, Castelar o Pi y Margall, Fraga o Felipe González. Sin olvidar a mi amigo Olavarría, capaz de incorporar en cada sesión media docena de ajustados vocablos al diccionario. Que ministros, de cuyo nombre no quiero acordarme, sucedan en el gobierno a personalidades que dieron lustre y esplendor al empleo, causa de igual modo desazón y tristeza.

Son en definitiva tiempos de través, en los que las tempestades de la vida, que lo son grandes y arboladas, nos sorprenden con las velas de la inteligencia plegadas y una marinería inadecuada, cuando no en permanente estado de sedición. Y cuando, además, quienes han de poner orden en la nave son reos de pasadas aventuras de una tropa que se levanta cada día con la exclusiva tarea de exigir su diezmo. Y lo hacen además sin reparar en medios ni en formas con las que denostar a este gran país que es España.

En cierta ocasión el director de un hotel se vio en la desagradable obligación de llamar a capítulo a un anciano huésped. Había mediado una queja generalizada de que el resuelto señor miccionaba en la piscina. ¡Pero, si eso lo hacen todos! Sí; convino el hostelero, pero no desde el trampolín...

Pues eso; que al menos para semejantes faenas no utilicen el cargo.

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