A la vista de la reacción de algunos sindicatos –dicen que mayoritarios, pero tal como están las cosas, habría que verlo– ante el alza desmesurada del coste de la vida, da la impresión de que han despertado de su somnolencia. No hay de momento acción, pero sí la recuperación de un discurso en apariencia combativo “exigiendo” un aumento de los salarios semejante al del IPC y al de las pensiones. Saben muy bien que eso no es probable sin correr el riesgo cierto de multiplicar el paro y arruinar casi a más empresas que el COVID-19 pero, al menos desde la opinión personal, su actitud se orienta sobre todo a impedir que se incremente el deterioro de su imagen y de su militancia.

Un par de datos válidos para sostener esa opinión puede ser lo abstracto de sus exigencias y que no se dirigen al Gobierno, sino reclaman la equiparación con un cuidado evidente para no incomodar a quienes les han otorgado sus favores. O sea, el PSOE de don Pedro Sánchez y sus socios de Podemos, incluyendo a la ministra de Trabajo. Que viene a ser la nueva musa, o al menos eso pretende, de la izquierda destartalada que integran los numerosos cismáticos sueltos por ahí, en pequeños señoríos de la guerra política. Y que saben de la necesidad real de alguien que los guíe, aunque no esté claro ni quién ni hacia dónde.

Y es que, desde que la coalición está en el poder, el movimiento sindical –ya muy apagado por la realidad de la fuerza de colectivos como pensionistas, feministas o autónomos– ha perdido peso y prestigio ante los sectores a los que debería representar sin dependencias excesivas del poder político. Es lógica cierta afinidad ideológica, pero entre eso y la sumisión demostrada hasta ahora media un abismo. Y resta credibilidad a unas organizaciones cuyo historial en favor de la democracia y de los trabajadores está demostrado como ya se dijo, pero el ayer no cuenta demasiado si el hoy presenta otra cara. Y, al menos desde un punto de vista particular, éste es el caso ahora mismo.

La cuestión es determinar hacia dónde se orientará la “resurrección”, al menos aparente, de la combatividad sindical. A primera vista diríase que el objetivo será el del catón en lo laboral: el empresariado. Y el motivo –también de libro–, la enorme diferencia entre el aumento del coste de la vida y lo establecido en los convenios aún vigentes como alzas salariales y, en los que están por negociarse, algún incremento lo más cercano posible al IPC. Pero como eso va a ser muy difícil y conlleva riesgo de cierres masivos en las pymes, ya agobiadas por las crisis, habrá que esperar a que el Gobierno del señor Sánchez elabore las consignas pertinentes, ajuste sus previsiones a la realidad y fije los límites de las “exigencias en favor de los trabajadores”.

(Ojalá que fuese una sospecha infundada la que subyace en las comillas, pero es que –en las actuales circunstancias– lo que no podrá obtener luz verde de Moncloa es algo que ponga en mayor peligro todavía la situación económica global y un panorama que, más temprano que tarde, acabará por alertar a la UE. Y un otoño –o quizá un fin de primavera– “caliente” no conviene a ningún ministerio. En caso de que sucediera, lo ocurrido hace unas semanas con las huelgas y los incidentes callejeros podría ser una especie de epitafio para la vida gubernamental. Pero sería lo de menos: para Galicia y su estructura económica actual, fundamentada en sectores aún no recuperados de la pandemia y afectados directamente por la guerra de Ucrania, quizá resultase insoportable. Y esas son palabras mayores, sin duda.)