En mi blog en abc.es, denominado “Puentes de Palabras”, escribí el 13 de julio de 2020, con el título ‘Un hombre de Estado en el noroeste’, una reflexión sobre las recién celebradas elecciones autonómicas en Galicia, en las que Alberto Núñez Feijóo había vuelto a ganar por cuarta vez consecutiva y todas ellas por mayoría absoluta. De lo que decía en mi blog sobre comparecencia del ganador al conocerse los resultados voy a recordar el siguiente pasaje:

“Personalmente –señalaba yo entonces–, tuve la impresión de que estaba oyendo a un verdadero hombre de Estado, de esos que tan poco abundan en nuestros tiempos, que solo concibe el poder para atender los intereses generales. Un presidente verdaderamente constitucional que no solo es leal a la Constitución, sino que comprende perfectamente lo que es presidir una Comunidad Autónoma, que no es un ente territorial que solo tiene sentido si se independiza del Estado, sino que siendo parte del Estado mismo contribuye al bien de España con el mejor y más acertado gobierno de su Comunidad”. Y concluía: “Si hoy hubiera un Diógenes de Sinope (también llamado Diógenes el Cínico) que caminase por nuestras calles con una lámpara encendida diciendo “busco hombres”, al topar con Feijóo sabría que había encontrado, no a cualquier hombre, sino a un hombre de Estado que habita en el noroeste de España”.

Por circunstancias de la vida, hoy, aquel político al que calificaba sin exagerar a mediados de 2020 como un hombre de Estado del noroeste ha sido requerido para ponerse al frente del Partido Popular y tratar de conseguir, tras las próximas elecciones generales, la confianza del Congreso de los Diputados, convirtiéndose en presidente del Gobierno de España.

Y he aquí que al conocer que tenía que hacer frente a un nuevo cometido político de la máxima envergadura ha vuelto a reaccionar con cuajo, altura de miras y espíritu de reconciliación. Así, en la reunión que mantuvieron recientemente en la sede de Génova los “barones del PP y Pablo Casado” con vistas a la solución de la sucesión en el partido, se le atribuyen a Alberto Núñez Feijóo las siguientes afirmaciones: que viene de un congreso democrático y quiere estar en un partido democrático que haga congresos democráticos; que no quiere atajos, sino ser elegido por la militancia en un congreso; y que cree que Pablo Casado es “un señor de la política”. No puedo estar más de acuerdo con estas tres afirmaciones.

Convendrán conmigo que a cualquier persona sensata que se le abra de repente la posibilidad de llegar a ser presidente del Gobierno de España le entren escalofríos. A los políticos de raza, como es Alberto Núñez Feijóo, puede que a lo mejor alguno, pero muy pocos. Y es que pienso que durante su formación política y el paso sucesivo por los distintos puestos que ocupó fue adquiriendo la musculación intelectual necesaria para asumir tan alta responsabilidad. Y lo conozco lo suficiente para decir que cuando concurra al frente del PP a las próximas elecciones generales será un brillante y duro adversario para los defensores de otras opciones, que tendrá muy claro que por encima de todo está el “interés general”, y que, caso de formar gobierno, será un presidente para todos.

"La adulación acaba por convertirse en el aire que respira el poderoso, el cual se acaba fijando más en el halago que en la persona del adulador, del que casi nunca llega a sospechar"

Pero como todo ganador, si llega, como espero, a presidente del Gobierno Alberto tendrá que lidiar, además de con los complejísimos problemas que trae consigo gobernar, con la importante tarea previa de elegir bien a sus colaboradores. Y en esa labor va a tener que separar a los aduladores de los buenos cooperadores con vistas a formar un equipo plenamente capacitado para afrontar la difícil tarea de gobernar para todos.

En esa tarea de separar el grano de la paja, las mayores dificultades surgirán con la especie de los aduladores, que es muy abundante y no corre riesgo alguno de extinguirse. Suelen ser individuos grises, inofensivos, extremadamente efusivos, con una tendencia irremisible a obedecer, que aceptan sin discusión alguna la primacía del líder y que cumplen la misión de hacer que la vida de este sea lo más placentera y agradable posible. No discuten jamás y están dispuestos a hacer todo lo que decida el “jefe” al que jalean constantemente mientras esté vigente el compromiso de lealtad. Suelen ser tan poco exigentes que una palmada o cualquier otra demostración de afecto de este recompensa por completo su inquebrantable adhesión a él.

Pero no solo son muchos, también son peligrosos para el poderoso. La adulación, recuerdo haber leído alguna vez, que es moneda falsa que empobrece a quien la admite y que lo más preocupante es la actitud en la que puede caer el adulado respecto del adulador. Si adular es hacer o decir con intención, a veces inmoderadamente, lo que se cree que puede agradar a otro, no cabe duda de que ser adulado, lejos de molestar, gusta sobremanera. Hasta tal punto que la adulación acaba por convertirse en el aire que respira el poderoso, el cual se acaba fijando más en el halago que en la persona del adulador, del que casi nunca llega a sospechar.

Por fortuna, al líder triunfador le quedan sus amigos de siempre y la numerosa gente interesante que comenzará a conocer como consecuencia del cargo. No soy de los que creen que la primera cualidad que debe considerar un líder sea la lealtad, sino la capacidad de análisis y de gestión. A mi juicio, es preferible alguien que alguna vez puede ser desleal, pero que es muy capaz intelectualmente, que a otro que es muy leal, pero con pocas luces. Y es que la lealtad suele durar tanto como el poder del líder.

Alguna vez escuché que cuando le preguntaron a Vernon Walters, que fue asesor de varios presidentes norteamericanos, cuál era el presidente que más le había impresionado respondió que Ronald Reagan, porque le dijo que no quería que entre sus colaboradores hubiera alguien menos capacitado que el propio presidente. No es un mal criterio para elegir a los colaboradores.