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Daniel Capó FdV

La mala política

Que la mala política equivale a la decepción es algo que cualquier ciudadano atento aprende demasiado pronto. Y que el poder a menudo se confunde con la mentira y el engaño, también; aunque no siempre mentira y decepción vayan de la mano. Los movimientos populistas aseguran hablar en nombre del pueblo, cuando lo que realmente hacen es manosearlo y agasajarlo con falsedades a cambio de una cuota de poder. Y, entre el populismo de los partidos identitarios y la demagogia a la que también recurren los partidos de la centralidad, hay apenas una diferencia de grado. O al menos así sucede con frecuencia en nuestro tiempo, que es el de la propaganda institucionalizada. No es necesario haber leído a Montaigne ni a Josep Pla para saber que el escepticismo constituye la actitud más sana cuando uno se acerca a la política; un escepticismo que no derive en el cinismo nihilista, pero que sí reconozca los estrechos límites de los intereses partidistas, que en el fondo son uno solo: consolidarse en el poder.

Que la política sea decepción y engaño tiene mucho que ver también con ese bajo continuo de ansiedad que sufrimos. Una sociedad narcisista conduce a un debilitamiento de la experiencia plural de lo común. Los matices de lo distinto inquietan, por lo que de repente nos vemos obligados a etiquetarlos y a proceder a su clasificación taxonómica. Un ciudadano de hace treinta o cuarenta años –quizás incluso menos– se sentía cómodo asumiendo esa polifonía que conforma la sociedad, de acuerdo con la conocida máxima del moralista francés Joseph Joubert según la cual es necesario que coexistan “varias voces en una sola voz para que sea verdadera”. Hoy, en cambio, preferimos creer que nuestra identidad cuenta con una sola raíz, a costa de ignorar el resto de las que nos conforman. Al hacerlo así, la sociedad se atomiza y se aísla, se vuelve sorda a los anhelos y temores de los demás, se mira al espejo obsesivamente y se alimenta del rencor hacia todo aquello que no somos o creemos no ser. Nuestra supuesta identidad monolítica es la primera mentira que se nos cuenta desde el poder –y, en este sentido, los medios y la escuela también son poder–, lo cual conduce a muchas otras decepciones que, a su vez, alimentan la ansiedad general de nuestra época y su escasa resiliencia.

“Que la actual política sea decepción y engaño tiene mucho que ver con ese bajo continuo de ansiedad que sufrimos”

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En política, las consecuencias de tal deriva las hemos comprobado a diario en estos últimos años con la desaparición –casi programada– del bipartidismo, a pesar de la amplia base con la que contaban el PP y el PSOE. No hablo aquí tanto tanto de centralidad como de una experiencia acrecentada de lo común. No era la falta de personalidad o de ideología lo que definía dichas formaciones, sino el reconocimiento –tal vez intuitivo, tal vez propio de un marco cultural de la posguerra europea– de la complejidad inherente a la condición humana. Observaba san Agustín que no sabría definir el tiempo, pero sí sabía lo que es. De algún modo, cabría decir lo mismo de la democracia: podemos discutir de forma bizantina acerca de sus rasgos definitorios, pero cuando nos encontramos ante una democracia efectiva la sabemos reconocer. Y la identificamos porque no decepciona, ya que no promete lo imposible; ni miente en lo fundamental, porque no trata a los ciudadanos como menores de edad; ni atomiza a la sociedad, enfrentando una identidad ficticia con otra; ni moraliza hasta el extremo de cancelar al diferente; ni niega la complejidad de la libertad, ese sello de la dignidad humana.

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