Con frecuencia hacía saber a mis alumnos, estudiantes de Derecho, que en la universidad los libros son su herramienta genuina, indispensable, insustituible, la que es realmente formativa, y que, por tanto, debían estudiar con libros, aprender en los libros, y no limitarse al angosto y párvulo saber de los apuntes. Algunas veces, estos adquieren entre el alumnado valor de fuente única del saber estudiantil, hasta el punto de cobrar cierta vida volandera; “editados” y difundidos por manos más o menos hábiles, se genera en torno a ellos un tráfico de conocimientos empildorados, de lenguaje descolorido y contenido macilento; se trata de una mercancía peligrosa e insuficiente, farmacopea de saberes concisos y salvíficos que no puede sustituir ni desplazar al libro, ese invento formidable al que tanto debe el ser humano y al que, siquiera por esa razón, todo estudiante universitario debiera rendir homenaje. De ninguna manera los apuntes pueden sustituir al libro, ni al manual de la asignatura, ni a otros de aconsejable lectura para quien, en verdad, aspire a formarse y, en rigor, a ser universitario.

Sospecho que solo un porcentaje mínimo de los alumnos sermoneados seguiría mi consejo. Y es que en la población universitaria abundan, lamentablemente, los que estudian para aprobar, y son muchos menos lo que lo hacen para aprender. Estos segundos son pescadores de altura que se adentran en las aguas del océano del saber. Los otros, de meta corta y listón bajo, son pescadores de bajura, no se alejan de la costa. Les urge el esfuerzo mínimo, la obtención de un certificado de sapiencia aparente. Quién sabe, tal como están las cosas y la experiencia enseña, estos segundos podrán ser mañana ínfimos prohombres de esa mediocridad hoy tan laureada por los demás mediocres. El humo vende hoy más que el fuego.

“Me desconciertan algunos despachos de abogados en los que no se divisa un libro en varios metros cuadrados a la redonda”

Hay quienes piensan que el libro ha pasado a la historia, que es un objeto no solo prescindible sino arcaico, casi enojoso porque ocupa un espacio que se llena mejor con una fotografía de los niños, un socorrido jarroncito o un recuerdo del último viaje a Tanzania. Me desconciertan – y hasta me inquietan– algunos despachos de abogados, muy modernos, muy siglo XXI, en los que no se divisa un libro en varios metros cuadrados a la redonda. El problema no es que estén las paredes vacías, lo verdaderamente lamentable es que están mudas, mudas de voces de quienes han cultivado amorosamente los huertos del derecho y del pensamiento, cuyos frutos son permanentes, por más que las leyes cambien. Porque debemos saber que hay libros, como los árboles, de hoja caduca y de hoja perenne, y donde digo hoja, ponga el lector página; los primeros, como herramientas de trabajo, son útiles y fungibles; los segundos, sin embargo, son alimento del espíritu y del saber, y por eso perdurables; han sobrevivido al paso del tiempo, como una sinfonía de Beethoven, como una sonata de Mozart o un nocturno de Chopin. Su destierro de los anaqueles tiene algo de gesto bárbaro e iconoclasta.

Todo este proemio responde al cúmulo de ideas que me vinieron tras la relectura de dos libros leídos hace años: “Proceso y democracia” de Calamandrei y “Derecho e incertidumbre” de Jerome Frank. Su renovada lectura me devuelve viejos placeres, tal vez más intensos ahora, acaso porque la perspectiva de la experiencia y de los años descubren o despiertan matices, ideas, acaso tan solo susurradas por el autor, a las que en otro tiempo fui sordo. Me he referido a dos títulos que son libros de hoja perenne; siguen vivos, por encima de la mudanza de las leyes, porque no nos hablan de ellas, sino de justicia y derecho. Y siguen siendo lectura útil, jugosa, enriquecedora. No son, en modo alguno, letra muerta, muy al contrario, se trata de letra apasionadamente vivificadora. Y ello me reafirma en la idea de la conveniencia –¡aún más, la necesidad!– de ciertas lecturas para los juristas en formación, para los ya formados y para los que están a punto de deformarse.

Sin duda, la tarea debe iniciarse en las facultades de derecho. Junto a la habitual información sobre la bibliografía de manuales al uso, debiera acompañarse una relación de lecturas aconsejadas en cada curso. Lo ideal sería que nadie se licenciase sin haber leído aquellas obras que forman parte del patrimonio jurídico de la humanidad. Es imposible una cita exhaustiva aquí; solo a modo de ejemplo recordaré: De los delitos y las penas de Beccaria, La definición del Derecho de Kantorowicz, El contrato social de Rousseau, El príncipe de Maquiavelo, Vigilar y castigar de Foucoult, El espíritu del Derecho romano y La lucha por el Derecho de Ihering... Y una larga lista de autores: Hobbes, Kelsen, Carnelutti, Calamandrei..., o actuales como Taruffo, Dworkin, Alejandro Nieto, García de Enterría, Puig Brutau, Capella, Ferrajoli... y tantos otros.

Y si lo dicho se refiere a los universitarios en formación, ¿qué decir de quienes deciden afrontar la salvaje, irracional y esterilizante aventura de unas oposiciones a juez o fiscal? Como en una ocasión me decía mi buen y querido amigo José Antonio Martín Pallín, esos deben venir leídos de casa. Cierto. Que así sea. Y no ya solo por su propio bien, sino también por el bien de todos.