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Julio Picatoste

Grecia y Roma (y II)

El curso de las ideas morales en el tiempo es todavía más maravilloso que el movimiento de los cuerpos celestiales en el espacio.

Ihering

Si Grecia fue la cuna del pensamiento occidental, a Roma corresponde el mérito de la colosal creación del derecho. Frente a la sabiduría especulativa de los griegos, se erige Roma como la fuente de la sabiduría práctica del mundo jurídico. El gran jurista italiano Biondo Biondi afirmaba que la jurisprudencia de los romanos era conocimiento práctico, mientras que la sophia de los griegos pertenecía al orden especulativo. Y volvemos a la pregunta, ¿por qué Roma?

Es cierto que los griegos reflexionaron sobre el derecho y su función en la vida social; pero ello nada tiene que ver con el impulso creativo de los romanos más interesados en las reglas por las que habían de regirse las personas. Es indudable que el pueblo romano estaba especialmente dotado para ser el creador de una extraordinaria arquitectura jurídica, repleta de conceptos y categorías, que se ha erigido en pilar indiscutible de la cultura occidental. De la antigua Roma hemos heredado no solo las instituciones, sino también la lengua del derecho; nuestro léxico jurídico hunde sus raíces en el latín, y un extenso repertorio de reglas y principios, máximas y brocardos expresados en aquella lengua se incorporan a diario a las sentencias de nuestros tribunales, como profusamente, con meticulosa mirada de entomóloga del lenguaje, ha investigado la profesora Henríquez.

Fue Ihering quien escribió que aquellos pueblos que se forman con la amalgama de elementos nacionales diferentes, se forman y crecen como pueblos dotados de energía, pues de esa fusión de razas perviven los elementos más vigorosos que dotan a la nueva nacionalidad de una especial fuerza, tenacidad y prudencia, emergiendo así un nuevo pueblo, una nueva raza llamada a dominar, que deja en manos de otros las tareas propias de la especulación para hacerse cargo de la acción práctica que consiste en dotarse de instituciones y leyes. Esa es Roma.

Según De Francisci, son varias las características y diversos los estímulos que llevaron al pueblo romano a tejer la magna obra de una técnica jurídica de tan acabada perfección. Ya en las primitivas comunidades romanas anidaban unas ideas de enorme potencial y energía, de pujante fecundidad para el desarrollo de un pueblo. Estaba, por una parte, una definida jerarquía de valores que otorgaba primacía a los de orden político; de ahí nace la necesidad, sentida como prioritaria, de regular las relaciones entre las personas; por otra, se encontraba la capacidad para aunar armónicamente, con espíritu integrador, fuerzas e ideas contrapuestas como libertad y necesidad; y, por último, era común a los romanos la idea de que el individuo depende de la tutela que puede encontrar en el grupo, el cual, a su vez, ha de reconocer la autoridad y poder de un jefe. Pues bien, para De Francisci, el pueblo romano, dotado de una innata y especial aptitud para extraer de aquellas ideas primitivas principios y construcciones jurídicas, acertó a desarrollar una especial sabiduría ordenadora movido por la convicción de que el derecho es la fuerza integradora de la sociedad política.

"El pueblo romano acertó a desarrollar una especial sabiduría ordenadora movido por la convicción de que el derecho es la fuerza integradora de la sociedad política"

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Si en Grecia, como hemos dicho, el hacer filosófico propiamente dicho, empieza cuando el pensamiento emprende su propio vuelo emancipándose de la religión, algo similar acontece con el derecho en Roma, que también se hace laico, desacralizándose y desvinculándose poco a poco de sus adherencias religiosas.

En un principio, el derecho estaba formado por un conjunto de costumbres, trasmitidas oralmente de generación en generación, como herencia propia del pueblo romano. Ese fue el substrato de la redacción de la Ley de las XII Tablas, apetecida por un pueblo que aspiraba a que las normas consuetudinarias se hicieran constar por escrito de modo que pudieran ser conocidas de antemano, y conjurar así lo que era patrimonio exclusivo de una élite (los patricios) que se reservaba la interpretación de aquellas costumbres. Inevitablemente, todo esto recuerda a Kafka (lean Sobre la cuestión de las leyes).

Se considera que aquel texto normativo, que los niños –según cuenta Cicerón– aprendían de memoria –ut carmen necessarium, como poema obligado– es el punto de partida del derecho romano tal como hoy lo conocemos. Aquellas recogían el ius civile, el derecho de los cives, los ciudadanos. Pero el derecho romano no sería concebible sin la figura, genuinamente romana, de los juristas (jurisconsultos), geniales artífices de una depurada técnica jurídica, con una elaboración de categorías y conceptos, rigurosos y sistemáticos, de extracción casuística. Se trata de una obra de tal magnitud, nos dice Stein, que ha marcado de forma indeleble el pensamiento político y jurídico europeo. Y es tal su riqueza que, según el mismo profesor británico, los textos jurídicos romanos han venido a ser una especie de supermercado legal en el que juristas de diversas épocas históricas han encontrado lo que necesitaban para cada momento.

Hace unos años, cuando, embargado por la admiración y la emoción, contemplaba las ruinas del Foro romano pensaba que si todos los caminos conducen a Roma, según reza el dicho popular, también lo hacen los del derecho, que nos llevan hasta aquel portentoso y bullicioso corazón de la antigua Roma en cuya basílica Julia se dilucidaban los litigios entre romanos.

El paso del tiempo, los desmanes de los bárbaros y otros perpetrados por la mano del hombre nos han dejado aquel paisaje desolador de restos arquitectónicos, pero, más allá de esas ruinas, ha sobrevivido la gran obra del pueblo romano, el derecho, como aportación grandiosa a la cultura occidental.

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