Contrariamente a lo que pudiera creerse desde la perspectiva actual, dada la popularidad que consiguió La Navarra como taberna egregia, no fue un vinatero sino un pastelero quien estableció en Pontevedra la saga de los Ureta, que alcanza hoy su cuarta generación.

La saga de los Ureta, antes confiteros y luego vinateros

En realidad, han sido varios y muy llamativos los errores cometidos a la hora de referirse a Bernardo Ureta Domezain, comenzando por su segundo apellido que hasta ahora ha colado equivocadamente por Domazaen, una denominación inexistente. También ha resultado inexacto referir su primer contacto con Galicia como invitado en la inauguración del Hotel de A Toxa en la década de 1920, cuando entonces ya llevaba abierto varios años.

Natural del municipio navarro de Puente La Reina, aprendió Bernardo desde muy joven el oficio de cocinero y, sobre todo, de pastelero en reputados fogones de las localidades francesas de San Juan de Luz, Rochefort y Angulema, sucesivamente.

Esa mano delicada y fina que enseguida demostró con el dulce aquel joven navarro le valió para situarse tras su regreso a España nada menos que como jefe de pastelería en dos hoteles emblemáticos: el Hotel Ritz Restaurant, en Madrid, y el Hotel Real, en Santander. Su siguiente destino no fue otro que ocupar la misma responsabilidad en el mentado Gran Hotel Balneario de A Toxa.

Por la vecindad existente con esta capital, Bernardo aprovechó la oportunidad de firmar un acuerdo con Aurelia Marzoa Cornide, ya viuda del propietario de la Confitería Losada, una de las más antiguas y mejor consideradas. Así se convirtió en su “socio industrial” y se puso al frente del negocio, puesto que el matrimonio no tenía hijos. El local estaba ubicado en el número 4 de la calle Real, donde hoy se encuentra el antiguo Bar París.

Aquel fue su primer paso para trabajar por cuenta propia, estatus que compaginó con la apertura de un almacén de vinos en 1925 junto a su hermano Justo en la calle Princesa, germen de La Navarra una década después.

La señora Marzoa falleció a mediados de 1931 y Bernardo se hizo cargo del negocio en solitario, tal como habían pactado. Desde entonces pasó a llevar su apellido: Confitería Ureta. Para las Navidades de aquel mismo año, la pastelería ofertó mazapán de la casa, junto a una notable variedad de turrones: de canela, coco, tocinillo, cubano, frutas y damas, a cinco pesetas el kilo; y otros de yema, avellana, guirlache, Jijona, Alicante y Cádiz, a seis y siete pesetas.

Solo dos años después, abrió una sucursal en Marín, que pronto se hizo con una buena clientela y el nombre de Ureta todavía se recuerda bien hoy entre antiguas familias. Igualmente reformó el local de Pontevedra e instaló un nuevo horno junto a la cocina, para acometer algún tiempo más tarde otra notable ampliación en sus instalaciones originales.

Consomé doble en taza, pajaritas de oro, jamón de york y serrano, mortadela trufada, huevos hilados, pastelillos de langosta a la americana, ternera mechada, ensalada rusa, tarta imperial, caprichos picorette, frutas y cup gran Casino. Con esta apetitosa cena fría, la Confitería Ureta realizó su puesta de largo muy particular durante las Fiestas de la Peregrina de 1933 en el parque de verano del Liceo Casino, velada amenizada por la renombrada Orquesta Nieto. Ni que decir tiene que superó el examen con nota.

A partir de entonces, el nombre de Ureta asociado a su pastelería -todavía no tanto a su almacén vinícola- estuvo en boca de media ciudad, y abrió un coqueto saloncito para merendar unas pastas bañadas en chocolate bombón o disfrutar con su enorme variedad de pastelería y bollería.

Desde mediados de aquella década y, sobre todo, a lo largo de la Guerra Civil, parece como si Bernardo Ureta apostara por endulzar un poco la vida de los pontevedreses. Sus anuncios equivalían a un chute de adrenalina al lector, que levantaban a un muerto y hacían la boca agua del paladar más exigente.

Cañas fritas de crema y chantilly; merengues de fresa, naranja y chocolate, rellenos de frutas naturales; bocaditos de petisú con crema; calcetines de chantilly al caramelo; bizcocho de helado de almendra, etcétera.

Cualquier fecha señalada era buena para realizar una promoción especial: en Reyes, el roscón con sorpresa; en Carnavales, las filloas; por Pascua, las roscas de bizcocho, pan y huevo; por San Juan, fresas acarameladas y caprichos de dulce; para los Antonios, pastel holandés; en Difuntos, huesos de santo y buñuelos variados de nata y crema…. También hacía, aunque solo por encargo, una rica empanada de jamón y lomo.

Al mismo tiempo, la Confitería Ureta implantó la costumbre de preparar cada domingo un postre distinto, a cada cual más apetitoso, que anunciaba el sábado anterior: “el postre de mañana”. Desde el Pastel Dorita, hasta la Charlota de chantilly, pasando por sus peras heladas Bella Helena o sus tortas de chicharrones, todas especialidades de la casa, que iba familiarizando con una clientela cada vez mayor.

Igualmente elaboraba un magnífico helado artesanal, que vendía a seis pesetas el litro, con un servicio a domicilio que garantizaba su conservación durante un período de tres horas; todo un logro en aquel tiempo.

Todo parece indicar que fue entonces cuando Bernardo Ureta empleó en su establecimiento a Antonio Irigoyen, formado igual que él en la reputada escuela francesa. Los dos confiteros juntos resultaron imbatibles y enmarcaron la primera época dorada de la fina pastelería pontevedresa, a la que también contribuyeron Germán Pedrosa, Santiago Guerra, Juan Antonio Prieto, Aurelio Marzoa y algún otro.

La excelente relación entre ambos durante aquellos años explicaría, en buena medida, la razón por la cual Ureta cedió a Irigoyen su negocio cuando optó por una retirada prudente nada más finalizar la Guerra Civil. El Ayuntamiento autorizó el traspaso en julio de 1939, pero éste mantuvo el nombre de aquel como referente de la confitería, dado el prestigio alcanzado.

El affaire de las cajas navideñas en la Guerra Civil

La víspera de los Santos Inocentes de 1937, Bernardo Ureta recibió la noticia más angustiosa de su vida laboral: la imposición por el Gobierno Civil de una durísima sanción económica, por un supuesto fraude en la comercialización de unas cajas de dulces para enviar a los soldados pontevedreses, sobre todo a quienes estaban en el frente de Asturias. Aquellas fueron, sin duda, sus Navidades más amargas. Todo comenzó por la denuncia de un vecino, cuya identificación nunca trascendió públicamente, ante la llamada Junta Provincial de Precios, encargada de vigilar con estricto celo tanto el peso como el precio de todos los productos, con el fin de evitar cualquier irregularidad. El denunciante informó a dicho organismo una falsedad en el peso de aquellas cajas encargadas a la Confitería Ureta por la Delegación Local de Frentes y Hospitales en calidad de “aguinaldo del soldado” a precio fijado. Su carácter benéfico resultaba consustancial a su propia denominación. Tras la comprobación oportuna con resultado positivo, la Junta Provincial de Precios trasladó el asunto al Gobierno Civil, con una propuesta de sanción muy fuerte: 10.000 pesetas, una fortuna entonces. La Confitería Ureta vendía la docena de pasteles a 1,80. “Por el objeto al que se destinan las cajas motivo de la denuncia, resultan víctimas del fraude nuestros valerosos soldados que a las órdenes de nuestro Caudillo (que Dios guarde) salvan con el honor patrio y la civilización cristiana los propios intereses de los que tratan de explotarlos, convirtiendo en objeto de negocio ilícito el aguinaldo adquirido por sus familiares, como símbolo de amor y recuerdo”. Esto rezaba la resolución del gobernador civil, Mateo Torres, con el léxico patriótico que primaba en la Guerra Civil; una sanción que acarreaba la pena añadida de su divulgación pública, “esperando que su ejemplaridad evite que puedan cometerse por ningún industrial hechos de tanta gravedad”. No resulta nada difícil de imaginar la desolación sufrida por Bernardo Ureta. Bien aconsejado, ejerció de inmediato el propósito de la enmienda para hacerse perdonar un castigo del que probablemente no fue culpable directo. Aquel fraude no era su estilo, ni casaba con su prestigio. A los pocos días, no solo pagó la sanción, sino que condonó el importe de aquellas cajas navideñas por valor de 1.350 pesetas. Entonces, el Gobierno Civil ponderó su rasgo, “pues su norma de justicia le lleva a señalar públicamente actos abusivos, igual que aquellos que siendo demostración de patriótica colaboración ha de hacerse honor a sus autores”. O sea, una de cal y otra de arena. No contento con aquel rasgo que de alguna forma recompuso su buen nombre, dos meses después Bernardo envió a la delegada local de Frentes y Hospitales un barril de 105 litros de vino navarro para los heridos, con el deseo de que “sean los primeros en probarlo antes de ponerse a la venta”. Al finalizar la Guerra Civil, no se libró Bernardo Ureta Domezaín del temido expediente de depuración de responsabilidades políticas. Afortunadamente para él, la Audiencia Provincial sobreseyó su caso en 1943. Pero cualquiera sabe si aquel desdichado incidente pesó en su determinación de traspasar la confitería para retirarse a sus cuarteles de invierno en su patria chica en Puente La Reina.