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Xaime Fandiño

LA ACERA VOLADA

Xaime Fandiño

¿Qué hay de mi bicicleta?

En nuestra época los regalos los traían únicamente los reyes magos y llegaban como siempre el 5 de enero por la noche. Se ve que Santa Claus, Papa Noel y todos los sucedáneos que fueron apareciendo no tenían la logística afinada para montar un sistema de distribución y entrega de tal magnitud. Por contra, sus majestades llevaban dos mil años de experiencia en el lío. Empezaron moviendo materiales discretos en pequeñas urnas: oro, incienso y mirra, pero cuando el mercado cambió y la demanda creció, supieron adaptarse al momento, abrir el catálogo de productos a los gustos de cada siglo y así mantener su hegemonía indiscutible en ese mercado estacional. Tenían un marketing consolidado y el reclamo no fallaba, el portavoz era un ángel anunciador que traía la buena nueva y un logotipo imbatible: una estrella fugaz que marcaba el camino.

Con esos iconos de referencia crecimos todos los niños de mi generación. Durante todo el año esperábamos la llegada de los magos para conseguir de su magnanimidad unos juguetes. Excepto casos aislados, la llegada de los magos era la única ocasión que se nos brindada para obtener nuestra limitada ración anual de presentes. Ah, y no nos acomplejaba nada, ni nos traumatizábamos lo más mínimo. Era así y estaba asumido. Aunque de aquella no conocíamos la palabra resilencia, creo que veníamos al mundo con ella de serie.

Así, a finales de noviembre, cuando se acercaba la navidad, los paseos por los escaparates de las jugueterías para ver las novedades era constante. Las galerías de La Norma en Príncipe eran de las más concurridas, pero no lo era menos Tobaris en Marqués de Valladares, Reguera en Policarpo Sanz o la pequeña galería de Velázquez Moreno donde hoy está asentada la Casa del Libro, y antes El Pilar. En todos los escaparates había casi lo mismo, nada que ver con la variedad y diversidad actual. Junto a las cajas de los Juegos Reunidos Geyper, estrella indiscutible del goce en familia, estaban las muñecas, los cochecitos, los mecanos... a la electrónica ni se le esperaba y las pilas sólo se utilizaban en las linternas.

Todas esas pequeñas galerías comerciales tenían unas robustas máquinas de pesar en las que nos gustaba jugar subiendo y bajando de la plataforma, eso sí, sin echar la perra gorda. Lo de la báscula en casa no existía y cuando alguien metía la moneda permanecíamos atentos para ver como trabajaba aquel ingenio mecánico. Al meter la moneda, una chapa circular con la numeración serigrafiada en kilogramos comenzaba a girar rápidamente y se detenía cuando llegaba al peso de la persona. Ese dato numérico se imprimía en una pequeña cartulina con los datos del pesaje y la fecha, para poder conservar esa referencia hasta la próxima vez.

De vez en cuando, entre juegos por las galerías, visionado de escaparates pegados al cristal con la nariz deformada, nuestras madres de repente nos decían “hoy vamos a pesarnos”. Era todo un ritual, te sentías importante y aquel cartoncillo que te daba la máquina con la numeración correspondiente a tu peso lo guardabas como oro en paño. Era el verdadero barómetro científico que plasmaba en datos tu crecimiento.

Había comercios dedicados a economías más holgadas y, aunque pasábamos por delante de ellos, nuestras madres nos desviaban siempre que podían, porque aquellos juguetes no estaban al alcance de nuestros magos. Y es que los reyes asignados a los niños de la ciudad, antes de ir a cada casa, sabían bien donde hacer el pedido. No se equivocaban nunca.

Recuerdo aquellas navidades con un lucerío fastuoso. Tal es así, que todos los leds de ahora me parecen cortos, y es que la imaginación de un niño puede colocar millones de bombillas donde no las hay. La cabalgata también la recuerdo impresionante y a los reyes de verdad. No se hacían concesiones a modernidades. Los magos lo eran en toda su dimensión y no había lugar para licencias progres, como cuando años más tarde, con el rollo de la movida se decidió que sus majestades podían ser unos famosos modernos locales y acabaron casi ahogándose en el medio de la ría ante el asombro de los niños que veían con estupor cómo se les iban a morir los magos delante de sus propias narices, y por ello, perder la ocasión de recibir esa noche sus juguetes.

Los niños entendíamos plenamente el código y sabíamos lo que podíamos pedir y lo que no. La casuística era una fuente de información y conocimiento de primer orden, sabíamos lo que incluir en la redacción de las cartas que cada año le escribíamos a los magos con nuestras demandas e ilusiones y veíamos, a partir de aquella taxonomía de deseos, lo que real y buenamente nos era concedido. Por eso, a medida que crecíamos las peticiones menguaban y la carta se hacía más concreta, racional y posibilista. De todos modos siempre había un hueco para soñar. Decimos los del audiovisual que el papel lo aguanta todo, por eso nos dejábamos llevar por la esperanza y todos los años, por el medio, para ver si colaba, metíamos la dichosa bicicleta de dos ruedas. Alguno, muy pocos, tuvo suerte y le cayó, a mi no, pero tuve mejor regalo, la de un baño de realidad, porque cuando ya mi madre estaba muy mayor y la cabeza le fallaba por momentos, no hace de esto tantos años, un día, de repente, me soltó muy lúcida: “no te pudimos echar la bicicleta”. Me quedé conmocionado por como aquella mujer había sido capaz de llevar en su corazón durante toda la vida, la pena de no haber logrado contactar con el rey que iba a otras casas de postín para negociar mi bicicleta.

A mamá in memoriam. Te lo debo.

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