La sanidad, la educación o la justicia universal son tres pilares esenciales sobre los que se sostiene el Estado de Bienestar. Cuanto más frágiles sean sus cimientos, más vulnerables seremos y más expuestos estaremos a las contingencias y las crisis, como ha revelado la pandemia del coronavirus, un virus que destapó las debilidades y fallas de un modelo sanitario que durante muchos años se nos ha vendido, por unos y otros, como el mejor del mundo. La realidad era bien otra, como ha demostrado la reacción de nuestros gobernantes, obligados ahora a inyectar recursos a un sistema que pedía a gritos una revisión y un fortalecimiento.

La educación no se encuentra en una mejor situación. La pandemia también ha aflorado sus miserias. Una penuria que directores, profesores y padres y madres se han cansado de repetir en los últimos años, exigiendo una mayor atención, es decir, recursos (humanos, materiales, tecnológicos...) para reflotar un servicio esencial, un bien preciado.

Al calor del manguerazo de los fondos europeos, el Gobierno acaba de anunciar una notable inversión para mejorar, o apuntalar, las condiciones del sistema educativo y también una serie de reformas legales que permitan renovar un modelo cuya eficacia es, año tras año, puesta en tela de juicio por los organismos internacionales. Lamentablemente España, salvo excepciones, nunca sale bien parada de los rankings y análisis comparativos más solventes. Es más, su distancia con la mayoría de los países europeos tiende a acrecentarse.

Para atajarla, el ministerio ha aprobado en el Real Decreto de Evaluación, Promoción y Titulación en la ESO, un texto que nace envuelto en la controversia y el rechazo de una parte de las formaciones políticas, en particular el Partido Popular, y comunidades (Galicia, Madrid, Andalucía, Murcia o Castilla y León) que ya han amenazado con recurrirlo en los juzgados y hacer todo lo que esté a su alcance para evitar su implantación.

Las grandes novedades que aporta el decreto son tres: los alumnos podrán graduarse sin tener todas las asignaturas aprobadas; podrán presentarse a la selectividad (ABAU) con un suspenso; se eliminan los exámenes de la recuperación de la ESO. Con el nuevo marco, el suspenso se convertirá en un hecho excepcional, o dicho en palabras de la exministra Celaá la “promoción será general”.

El cambio de filosofía, que dice mirarse en el espejo de los países europeos con más éxito educativo, persigue tres objetivos: reducir el número de alumnos repetidores (uno de cada tres menores de 15 años repite curso, un porcentaje que triplica al de nuestros países vecinos); rebajar la tasa de abandono escolar (España también lidera este penoso ranking); y apostar por un modelo más personalizado en el que el esfuerzo se “base en la motivación y no en el castigo”.

“La educación exige una hoja de ruta definida, y no permanentes cambios de rumbo; precisa de un pacto de Estado al margen de las batallas partidistas”

Aunque el Gobierno no lo admite, el otro objetivo es sacar a España de la cola de la clasificación europea de los resultados académicos, una posición que le causa un daño reputacional y de imagen. Los datos de Galicia son mejores que la media nacional pero tampoco permiten tirar voladores.

Las voces críticas –que también se encuentran entre una parte de los propios docentes y responsables de centros– lamentan la imposición de un modelo que, a su juicio, devalúa el esfuerzo, desmotiva a los estudiantes y busca una igualación por abajo, perjudicando a los alumnos con menos recursos. Además, consideran que lejos de atajar un problema, simplemente se trasladará al bachillerato. El decreto sería fruto de una visión “buenista y paternalista” que causaría una merma de la calidad educativa. Es decir, persiguiendo un supuesto bien colectivo provocaría un desastre.

Más allá de las discrepancias sobre la idoneidad o los perjuicios, lo cierto es que parece absolutamente contraproducente que se ponga en marcha a los dos meses de iniciado el curso. Esta improvisación, estos vaivenes, por desgracia habituales en el terreno educativo, obligan a los directores de los centros y al personal docente a modificar sobre la marcha un calendario escolar ya fijado; a retocar planes de estudio y alterar la previsión de los contenidos de las materias de casi 100.000 alumnos gallegos. En definitiva a cambiar sobre la marcha. En palabras de un responsable educativo: “Una locura”.

La educación exige, hoy más que nunca, estabilidad desde el punto de vista legislativo –los continuos bandazos provocan desconcierto, inseguridad y refuerzan el fracaso– y una firme apuesta financiera sostenida en el tiempo. El sector educativo está harto de revisiones, ocurrencias, promesas y parches económicos. Quiere una hoja de ruta definida y no permanentes cambios de rumbo. Que se le trate como lo que es: un elemento clave en el progreso y el bienestar. Que se llegue a un pacto de Estado, al margen de pugnas políticas y posiciones contaminadas por la ideología. Que las aulas dejen de ser campo de batallas partidarias.

Algunos cálculos apuntan que el Estado se ahorrará cientos de millones anuales al reducir al mínimo los repetidores (en el caso gallego, 8.000 alumnos podrían verse amnistiados).En la comunidad el ahorro llegaría a los 50 millones, una cantidad que indefectiblemente debería revertir en el propio sistema para modernizarlo y adecuarlo a las verdaderas necesidades, a los nuevos tiempos. A la realidad.

Porque si el nuevo plan deviene en un simple papel, un documento de buenas intenciones y no lleva aparejada una financiación justa y proporcional al desafío que se persigue; si se limita a levantar el listón de la exigencia y abrir las compuertas para dar salida a más graduados, con independencia de los conocimientos, habilidades y capacidades que atesoren, en el fondo solo se estaría dando pie a una generación de titulados de papel.