No deja de ser interesante la fascinación que causa Otegi entre algunas personas de izquierdas. A él le perdonan, por ejemplo, el tendencioso revisionismo que le reprochan a la derecha cuando esta aborda el asunto de la Guerra Civil. La desmemoria que exhibe sin pudor el líder abertzale no parece incomodar a quienes reclaman (con razón) que se haga justicia con las víctimas del franquismo. El relato que ofrece Otegi sobre el llamado “conflicto vasco” es un relato de ficción. Es la historia que ha tenido que contarse a sí mismo día tras día para darle sentido a la montaña de cadáveres. Para cargar con semejante peso, el de los hechos, uno tiene que justificarse de alguna manera. La culpa sería insoportable. Tampoco podría aparecer en público con una sonrisa hablando de democratizar al estado español o presumiendo de haber cambiado (para bien) la vida de la gente sin percatarse de la trágica ironía.

De ahí que Otegi, a la hora de lidiar con la verdad de la muerte, siempre recurra a un lenguaje críptico, cargado de mensajes ocultos, que evita ofender a los antiguos compañeros. Antes Otegi hablaba de todas las víctimas en general, como si hubiera existido una banda de guerrilleros en el otro lado. Ahora reconoce que se ha causado un dolor innecesario sin pedir perdón ni condenar el terrorismo. ¿Pero cómo lo va a hacer? Eso sería decirle al que es homenajeado entre ikurriñas en el pueblo que ha vivido la vida de un psicópata. No se entiende que sus declaraciones sobre su apoyo a los presupuestos a cambio de la excarcelación de los presos de ETA generaran tanto revuelo. Esa siempre ha sido su prioridad, por encima de la Confederación Vasco Navarra y el horizonte plurinacional. Que el veterano abertzale siga siendo el representante del independentismo vasco desde los tiempos de Batasuna indica, por un lado, que la violencia no ha perdido todo su prestigio y, por otro, que esta formación política, a pesar de sus anunciadas pretensiones, sigue instalada en el pasado.

A él también le atribuyen unos méritos dudosos, como el de haber realizado una suerte de rehabilitación colectiva alejando a su tribu de la criminalidad. Pero, como sugirió Rubalcaba, la colaboración de su grupo político en el final de ETA se debió sobre todo a una cuestión de supervivencia. La paz, a esas alturas, también resultaba más rentable. A Otegi se le recrimina su complicidad con el terror cuando se producían los atentados. Pero el problema es el Otegi de hoy. El que le confesó a Évole que recibió la noticia del asesinato de Miguel Ángel Blanco en la playa. El que apareció en un programa de TV3 diciendo que echaba en falta a personas como Ernest Lluch en la política española “en la medida en que él defendía el diálogo como método para resolver los problemas políticos”. Un personaje sobrevalorado.