Nancy Reagan se encargó de proteger el legado de su esposo cuando este se retiró de la escena pública tras ser diagnosticado de alzhéimer. No solo de la izquierda, que todavía lo despreciaba por ser un “actor mediocre” sin personalidad política propia, sino también de la derecha, que siempre pretendió apropiárselo para causas de diversa extravagancia. Se dice que Reagan no tendría sitio hoy en el Partido Republicano de las teorías de la conspiración y el nativismo. Como nos recuerda esa escena de Alpha House en la que un grupo de conservadores abuchea a un imitador de Reagan cuando este último lee los discursos del presidente. Sí, Reagan firmó una amnistía para los inmigrantes ilegales que entraron en el país antes de 1982 y subió en varias ocasiones los impuestos. Muchos de los que dicen ser sus seguidores lo invocan a menudo pero no siempre lo citan. (Eso decía Juaristi de Sabino Arana y los nacionalistas vascos).

Al igual que su admirado Franklin Roosevelt, Ronald Reagan no pudo escribir, como hicieron otros presidentes, el primer borrador de su historia. Unas memorias que reflejaran su versión personal de los hechos. Nancy quiso que se publicaran sus diarios y sus cartas precisamente para corregir esa imagen distorsionada. Que vieran que su marido tenía ideas originales y, sobre todo, que se preocupaba. Ni un warmonger desquiciado capaz de destruirlo todo con tal de vencer a los soviéticos ni una celebridad superficial e ignorante a la cual no le quedó más remedio que dedicarse al servicio público porque no pudo sobrevivir a Hollywood. Ronald Reagan, “el gran comunicador”, era una persona reservada y solitaria. Muchos decían admirarlo; pocos lo conocieron bien. Solo Nancy tenía acceso al auténtico Ronald. Para llegar a él, según sus colaboradores más cercanos, primero había que llegar a ella.

"Su influencia se basaba en decidir a veces quién entraba en la habitación donde se tomaban las decisiones"

Karen Tumulty, una columnista del “Washington Post”, habla sobre el papel que jugó Nancy Reagan en una nueva biografía de la primera dama. La mujer de Reagan ejerció, según su biógrafa, “el poder de la intimidad”. No representaba su conciencia, como se dijo de Eleanor Roosevelt en relación con FDR. Tampoco llegó a la Casa Blanca con la intención de hacer política (como hizo Hillary Clinton con su programa de salud fallido) ni pretendió asumir el mando del gobierno cuando su marido se encontraba indispuesto (como se dijo que hizo Edith Wilson). Ronald Reagan tenía una visión sobre el país, era ambicioso y optimista. Y, como recuerda Tumulty, “disfrutó de los beneficios de ser perpetuamente subestimado”. Nancy se ocupó de salvaguardar sus intereses. De asegurarse de que no fuera manipulado. De advertirle sobre el cinismo del oficio. Su influencia se basaba en decidir a veces quién entraba en la habitación donde se tomaban las decisiones. Aunque pocas veces pisó el Ala Oeste. El libro de Tumulty aborda también el fracaso de Reagan a la hora de lidiar con la crisis sanitaria provocada por el sida. Una epidemia ignorada debido a prejuicios absurdos y falta de conocimiento. Nancy tampoco destacó como modelo del movimiento feminista; decía que su vida realmente comenzó cuando conoció a “Ronnie”.

Uno de los capítulos más interesantes de la biografía trata sobre su influencia en las negociaciones con los rusos, en el cual la autora parece sugerir (quizás de una manera un tanto exagerada) que gracias a Nancy se ganó la Guerra Fría. ¿Cómo? Haciéndole entender a su marido que debía sentarse a hablar con el enemigo. Curiosamente, el mito de Reagan se sustenta en una versión muy distinta. Pasó a la historia por una supuesta agresividad en política exterior que lo convertiría en un héroe del neoconservadurismo. La realidad, como apunta Tumulty, era algo más compleja. Pero la complejidad no suele ser muy útil en política.