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Francisco García Pérez opinador

Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Píldoras varias para mayear mayo

Del amor por la lectura y un recuerdo a Javier Villanueva

Hay que empezar fuerte, ustedes perdonen. Primarios, Secundarios y Universitarios no aprenden a leer, es decir, a comprender lo que leen. El sistema les proporciona el andamiaje necesario solo para comentar un libro a gusto, modo y manera del profesor. La chavalería no se deja llevar por el libro, sino por la herramienta que les permite aprobar. Ya está, ya desahogué. Viene a cuento la cosa por la ayuda que un mi sobrino −alumno de sobresaliente y gran lector− me demanda para un trabajo de 1º de carrera, consistente en comparar una novela de Galdós con otra de Joseph Conrad. Intento hacerle el servicio entusiasmado: que si el ritmo de la prosa, que si la historia, que si… Skype me devuelve su cara cada vez más aburrida. Hasta que al fin me interrumpe para decirme algo así como: “Ya, tío, te entiendo. Pero la profe nos pide que disimilemos la funcionalidad deconstructiva estropelitando los fundicios sariosos de la astropelia. Con ejemplos susterientes, claro”. Mi “Brel” comienza a ladrar asustado al escucharlo. Salgo del trance como puedo y cierro mi portátil como quien cierra un modo de entender la literatura, o sea, el mundo. Perdimos, perdimos otra vez, cantaban “Les Luthiers”. Me acuerdo de mi amigo Juan José Millás: “No hay mejor eutanasia que la certidumbre de que ya no queda nada por alcanzar”.

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Se ha muerto hace unos días Javier Villanueva, amigo y compañero teatrero total en aquellas tablas universitarias de los 70 del XX. Luego, el destino nos fue separando en cuerpo, no en espíritu como cada reencuentro corroboraba. Ya se han escrito loas a su labor, pero nunca serán las suficientes. Qué gran tipo era. Por lo tanto, qué incómodo tipo era para los mandamases que no distinguen el mutis del foro. En vez de lágrimas, quiero recordarlo hoy con una anécdota −espero que divertida− para soñarlo riente. Un verano de tan pretérita época navegamos juntos a Gran Bretaña en un viaje organizado (pésimamente) por la Escuela donde ambos estudiábamos inglés. Nos pasábamos el día hablando de Artaud, Brecht, Arrabal… hasta que la cicatería roñosa de las familias británicas con las que se nos asignó convivir mudó el tema de conversación. Del teatral pasamos al digestivo, pues nos mataban de hambre. Como, además, no teníamos un duro (hoy, euro) solo nos quedaba el alimento del recuerdo. Cara a cara en Herne Bay, en Canterbury… aquellos dos asturianos lampábamos recordando memorables pitanzas: “La mejor fabada que comí en mi vida fue…”, “Donde ponen el pote bueno, bueno es…”, “Los callos que prepara mi madre…”: ni Genet, ni “teatro pánico”, ni leches. Tal era así que llegamos a agotar el tema de los contundentes platos de cuchara y nuestras tripas seguían rugiendo. Hasta que en Inverness −acaso ya alucinado por el hambre− Javier Villanueva desesperó muy serio: “¿Tú comiste alguna vez la merluza sin sal y solo hervida que ponen en la Cafetería Nevada? ¡Eso sí que era de chuparse los dedos! ¡Comida de verdad!” Así quiero recordar al amigo.

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No es expresión de uno de mis nietos, es de Eduardo Mendoza. Pero por su gracia y originalidad merece serlo también de ellos. Dice así y es utilísima: “Ahora he de dejarte: tengo una reunión del máximo desinterés”.

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Un queridísimo amigo librero, erudito, sabio y sornón me envía el reciente titular de cierto periódico, para ilustrar a risas y a voces definitivas la importancia de las comas, de la sintaxis: de la gramática como creadora de sentido. Aquí va: “Detenido un joven con antecedentes que vendía droga fuera del toque de queda”. Mi amigo razona de modo impecable: “Ergo, se puede vender droga antes del toque de queda, ¿no?”

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