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Julio Picatoste

La ley del juzgado

Históricamente, la figura del juez ha precedido a la del legislador; pero lo cierto es que, con el paso del tiempo, y aunque algunos no se hayan dado por enterados, las tornas han cambiado: ahora, antes es el legislador y luego el juez. El primero crea la norma, el segundo la aplica. Aún más, los jueces están sometidos al imperio de la ley según prescribe la Constitución (art. 117.1). Por esa razón, carece de justificación el juez que, haciendo de su toga un sayo, desplaza al legislador y decide que, en lo sucesivo y en su juzgado, los códigos en vigor serán suplantados por otra norma procesal distinta, doméstica, autóctona, de propia elaboración.

Veamos algunos ejemplos. Empieza la audiencia previa; el abogado se percata de que la juez altera el orden legal establecido para su celebración, a pesar de que la ley dispone una muy concreta y lógica sucesión de actuaciones. El abogado hace ver al tribunal la irregularidad de ese cambio y, por ello, solicita que se proceda según lo que la ley ordena. La juez responde: “Ya, ya lo sé, pero es que en este juzgado se hace así.” Es decir, el tribunal sabe que está incumpliendo la ley; y tiene que saber además que está desobedeciendo el mandato del art. 1º de la Ley de Enjuiciamiento Civil que dice muy claramente que los tribunales actuarán con arreglo a lo que dicha ley dispone. Pese a ello, la juez, arrogándose competencias de que carece, deroga de facto la ley procesal y sobrepone a ella otra personal, producto de su ocurrencia normativa con la que trata de hacer valer su voluntad y no la del legislador. Tan increíble es el hecho en sí como el atrevimiento de su proclamación en plena sala de audiencia, templo sagrado de la ley.

Un caso ciertamente singular de esta vocación ordenancista “contra legem” de algunos jueces se vio en un juzgado cuyo titular, deseoso de hallar nuevas prácticas, expeditivas y cómodas (para el juzgado, claro, no tanto para abogados y litigantes), dio en promulgar un repertorio de reglas para su aplicación específica en aquel tribunal, anunciadas, eso sí, con franca publicidad mediante su exposición por escrito en la cristalera de acceso al juzgado. Publicidad y transparencia, que no se diga, oiga, que el que avisa no es traidor. Olvídense de lo que la ley dice y aténganse al decálogo particular del juez cual si hubiera sido inspirado por la mismísima Temis, la de hermosas mejillas, ahora encendidas de rojo rubor. Esta técnica, que bien podría denominarse del “edicto del pretor”, tiene la -llamémosla así- ventaja de que todo aquel que entra en el juzgado sabe a qué atenerse, queda enterado de lo que hay y así evitará las admoniciones o advertencias del “pretor”.

En este arbitrario y excéntrico empeño de desplazar la ley en vigor para colocar en su lugar normas de propio cuño, sorprende también la propensión de algunos tribunales a imponer reglas que, contrariando la ley, actúan como trabas al desarrollo regular de la actividad probatoria, siendo como es esta de enorme trascendencia en el proceso. Es cierto que la saturación de los juzgados anima a algunos jueces a imponer un ritmo rápido a los juicios. Pero aquella lacra, largamente padecida, no debe traducirse en merma de los derechos de las partes; agiten los jueces su protesta ante los poderes políticos responsables de las carencias de la Administración de Justicia, pero que el prurito de celeridad no atropelle derechos ni postergue la norma. El juez es el garante de la ley, el velador -y valedor- de las garantías procesales, a las que debe poner a salvo de deficiencias estructurales debidas a la funesta e irresponsable indolencia de la Administración.

El juez es el garante de la ley, el velador -y valedor- de las garantías procesales, a las que debe poner a salvo de deficiencias estructurales debidas a la funesta e irresponsable indolencia de la Administración

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Es cierto también que algunos abogados, poco avezados en la técnica del interrogatorio (¿se ocupa de esto el llamado “máster de la abogacía”?), pueden ser tediosos en lo inútil y repetitivos en lo innecesario. Pero la rectificación no puede hacerse a costa de contrariar lo que la ley dice, ni con sacrificio del derecho de las partes. En la práctica judicial -hablo de una larga experiencia como juez de apelación- se puede ver como en algunos juzgados se imponen restricciones extravagantes en la actividad probatoria, producto de una arbitrariedad togada que la ley no ampara; ocurre así, por ejemplo, con la anticipada limitación temporal para cada interrogatorio, constreñimiento que en modo alguno la ley ampara, o cuando el juez, en contra de lo que la ley dispone, da por concluida la prueba testifical con solo dos testigos contestes rechazando otros testimonios, o cuando la parte interrogada se ve inflexiblemente conminada a responder solo con un “sí” o un “no”, con la consiguiente contrariedad del que se ve despachado – y frustrado- con una respuesta que siente inconclusa e inexpresiva, muchas veces insuficiente si no se permiten matices o adiciones aclaratorias; y ello a pesar de que la propia ley contempla expresamente la posibilidad de que la parte interrogada pueda agregar las explicaciones que estime convenientes y tengan relación con lo que declara. Si la ley lo autoriza en aras de la calidad de la declaración y cabal conocimiento de los hechos, ¿por qué ha de prohibirlo el juez?

Hay un conocido aforismo latino que expresa muy bien la labor del juez: “da mihi factum, dabo tibi ius”: dame los hechos, yo te daré el derecho, es decir, yo decidiré sobre las consecuencias jurídicas que a esos hechos corresponden. Decía un reputado procesalista (Sentís Melendo) que para que el juez pueda cumplir con el “dabo tibi ius” no debe poner obstáculos irrazonables al “da mihi factum”. Pues eso.

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