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Francisco García Pérez opinador

Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Empiece a leer por el final

Hablar de salud en tiempos del coronavirus

Empiece a leer por el final

Quizá porque vivamos tiempos de mucho temor a pillar el virus, de visitar al médico, de interesarse por la resonancia ajena y escrutar la ecografía propia, me vino a la memoria lo que me contara un muy simpático compañero de balneario (de cuando se podía, ay, ir). Resulta que el galeno del establecimiento le había entregado el informe analítico correspondiente y mi colega se dispuso ansioso a leerlo. Comenzó por el principio, claro. Y entonces fue cuando el facultativo lo reconvino con firmeza: “Pero qué estás haciendo, hombre. Los resultados hay que leerlos como las cartas de la novia: del final al principio, no al revés. Si tu amada finaliza con un ‘te quiero mucho, te echo de menos, un beso muy fuerte’, ya respiras tranquilo y puedes, entonces, ir al inicio sin temor, relajado. Si acaba con un ‘quedemos como amigos, eres muy agradable, ya nos veremos’, date entonces por jodido. ¿No ves que te pongo al final que no tienes nada, que estás como un rosa? Pues eso, coño. Lo de arriba son detallucos”. Tomo nota. Tomen nota.

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En mis paseos con “Brel”, solíamos ver a un borrachín vejete que parecía montar guardia desde muy temprano a la entrada de un chigre, echando un pito, mascarilla gargantera más negra −por sucia− que el sobaco de un tordo, con un copazo de una bebida color fucsia esperándole en el alféizar. Hasta que un día dejamos de verlo, allá por el pasado otoño. Una mañana coincidimos con la dueña del chiringo que colocaba las mesas de la terraza y le pregunté por el tipo aquel, tanto hace la fuerza de la costumbre. “Ah, falleció este verano”. Metiendo la pata, se me ocurrió sentenciar: “Claro, el alcohol…” Enseguida me corrigió: “No, qué va. Lo mató un refresco de limón”. Debió verme la cara de perplejidad, por lo que aclaró: “Todos los días se tomaba de desayuno una copa de un aguardiente de hierbas. Cuando iba a servírselo el día que palmó, me dijo que prefería un refresco de limón. Oye, lo tomó, salió y cayó redondo ahí mismo, donde estás tú”. Sí, pensé, la fuerza de la costumbre.

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El escritor Luis Landero oyó de niño la negativa de la dueña de un colmado (creo) ante la petición de un cliente: “Aquí no trabajamos el mejillón pequeño”. La expresión le sirvió de adulto, según cuenta: “Tentado me he sentido más de una vez, ante preguntas impertinentes, tontas o inocuas, o que sencillamente no sé contestar, de decir: ‘Mire, lo siento, pero yo no trabajo el mejillón pequeño’, y atrincherarme en esa frase”. Yo la adopto de inmediato. Hace años que ya corto a los pesados que intentan contarme su anodina vida colocándoles una frase enigmática pillada al vuelo (gracias, Uriarte) en un bar: “Mi primer destino fue Huesca. Allí me abrí camino con una maleta repleta de centollos”. ¿Huesca? ¿Centollos? ¿Maleta? La cara de estupefacción ajena y el subsiguiente silencio desconcertado me dan tiempo a despedirme y huir del pelmazo.

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Encuentro a uno de mis nietos tumbado en su cama y tristón. Cuando me intereso por lo que le ocurre, me espeta: “Me duelen los pies y la autoestima”. Cómo sintetizan y cómo absorben los infantes las palabras que oyen. Y cuanto más intuitivas o creativas, mejor. Sintetizan lo que enseñaba Maupassant: “Los grandes efectos se consiguen con medios simples y bien combinados”. O Swift: “Colocar las palabras adecuadas en el lugar adecuado es la más genuina definición del estilo”. No hay más que explicar.

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Con tanto hablar de salud, va un palíndromo de receta que mi amigo invisible me envía: “¿Aires?, la col local sería”. Veinte letras.

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Ah, ayer fue 14 de abril. ¿Qué celebrar? Pues eso. Y si no, celebren los sonoros nombres que la iglesia católica conmemoró ayer: Tiburcio, Valeriano, Máximo, Bernice, Prodoca, Domnina, Tomaide, Frontón, Asaco, Lamberto de Lyon, Juan de Montemarano, Bernardo, Benito de Aviñón, Lidvina (o Liduina). Amén.

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