Según el Diccionario de la RAE, cotilleo significa “acción y efecto de cotillear” y la acepción primera de esta palabra es “hablar de manera indiscreta o maliciosa sobre una persona y sus asuntos”. Antes de la aparición de la televisión, el cotilleo era una actividad bastante generalizada, pero con un radio de alcance muy limitado: apenas trascendía del círculo concreto de los chismosos de cada lugar; y solo en casos muy contados los comentarios maliciosos sobre algún vecino desbordaban los límites de dicho círculo por haberse convertido en noticia de cierto alcance.

Las habladurías nunca desaparecerán porque forman parte de la condición humana. Pero es innegable que la televisión transformó radicalmente el cotilleo: amplificó extraordinariamente la difusión de las maledicencias y aparecieron otros protagonistas.

En efecto, debido a la función globalizadora de la televisión que hace posible que un mismo contenido sea contemplado simultáneamente por una gran multitud de personas localizadas a la vez en muchos lugares distantes entre sí, despellejar a alguien en la tele y durante horas afecta negativamente, como nunca antes, al honor del vilipendiado. La penetración social del cotilleo televisado durante horas causa daños irreparables en la intimidad y el honor de cualquiera y mucho más si es una de esas personas –todavía queda alguna– que, como escribió Shakespeare, aprecian más el honor que la propia vida.

Además de amplificar extraordinariamente el eco de los cotilleos, la televisión afectó también a sus protagonistas. Los tradicionales correveidiles, meros aficionados al despelleje y con corto radio de acción, fueron sustituidos por mercenarios profesionalizados que han convertido el cotilleo en su modo de vida. Gracias a su impudicia y descaro han logrado convertirse en truhanes del mundo del corazón, pasando desde entonces a cobrar, y no poco, por hablar de los aspectos más sórdidos, ya de su propia vida, ya de la de otros.

También han cambiado los vilipendiados o denigrados. En la actualidad, la dictadura de la audiencia y la necesidad de alcanzar una cuota importante de los telespectadores, obligan a los cotillas profesionales a murmurar de personajes cuanto más conocidos mejor. Además, la aparición reiterada en las televisiones de los murmuradores incrementa su popularidad. Levitan desde su pedestal presentándose ante el gran público con un aire farisaico y pontificando sobre las vidas de los demás. Y cuando despellejen a personas conocidas por la generalidad, la mayor fama o el renombre del criticado, acaba por incrementar notablemente la audiencia televisiva y, con ella, su remuneración como mercenario murmurador.

El elenco de los elementos personales se completa con los destinatarios. Son los televidentes consumidores de “chismografía” que, como si fueran los reyes y cortesanos de la época de los bufones, contemplan con fruición un espectáculo tan deleznable como la despellejadura ajena, satisfaciendo con ello sus más bajas pasiones y especialmente la de deleitarse oyendo las murmuraciones sobre otros.

Las habladurías nunca desaparecerán porque forman parte de la condición humana, pero es innegable que la televisión transformó radicalmente el cotilleo: amplificó la difusión de las maledicencias

No son pocos los que justifican el cotilleo televisivo con el argumento de que responde a la demanda del público. Si esto fuera verdad –cosa que dudo– deberíamos preguntarnos por qué hemos caído tan bajo. Habrá unos que lo achaquen a que en un país plagado de envidiosos criticar une mucho; y otros al hecho de que la desgracia ajena acrecienta nuestra autoestima. Pero ninguna de estas razones justifican el desmedido cotilleo televisivo que venimos padeciendo que embrutece a los telespectadores.

Cualquier cotilleo es rastrero y el televisado es, además, verdaderamente dañino, porque aviva las más bajas pasiones del pueblo y convierte al vituperado frente a la audiencia en presunto culpable en vez de en presunto inocente, como debería ser. Es cierto que la presunción de inocencia juega en el ámbito de la justicia penal, en el cual, como es sabido, se presume que toda persona es inocente hasta que no se demuestre su culpabilidad. Y es cierto también que se trata de una presunción que admite la prueba en contrario. Pero en el mundo del cotilleo, por ser el reino de la insidia insinuada, el murmurador que acusa no tiene que demostrar la culpabilidad del vituperado, le basta con ofrecer una apariencia de verosimilitud, siendo el denigrado el que por el solo hecho de ser objeto de habladurías se convierte en presunto culpable. El personaje público objeto de las murmuraciones ingresa en el espectáculo televisivo como culpable y no, como debería ser, inocente; y gracias al juicio de los pontífices cotillas sale del programa como culpable, siempre que no haya desvirtuado plenamente su inicial condición de culpable.

En los programas de cotilleo suelen entrar en colisión la libertad de expresión e información de los chismosos con los derechos al honor, a la intimidad y la propia imagen de los despellejados. Hasta ahora el Tribunal Constitucional ha destacado el carácter prevalente de la libertad de expresión y de información por su alta función de formar una opinión pública libre, democrática y plural. Y eso no me parece mal cuando lo que está en juego es el derecho a recibir información veraz sobre cuestiones relevantes.

Pero cuando el cotilleo televisado consiste en andar en dimes y diretes del llamado mundo rosa o del corazón debería ponderarse en mayor medida el honor, la intimidad, y la propia imagen de los terceros aludidos, junto con su presunción de inocencia. Sobre todo cuando sea dudoso que la murmuración chismosa coadyuve a formar la opinión pública, libre, democrática y favorecedora del pluralismo político, de la que habla nuestro Tribunal Constitucional. Sabido es que el honor y el prestigio forman parte del patrimonio espiritual de muchas personas, que se va formando gota a gota y que, en cambio, puede perderse irremisiblemente en un instante por una murmuración insidiosa falsa de un murmurador profesional a sueldo.