Pues ya me toca las narices que se me tenga a mí por culpable de la pandemia. En la cola del súper, pude oír a un trío de consumidoras –abstinente por completo de la distancia física prescrita− resumir así la causa de los pavorosos contagios en fiestas y otros botellones: “No es solo cosa de los jóvenes, que te lo digo yo. También de gente mayor. Mira las terrazas de las cafeterías y la gente fumando y sin mascarillas”. Añadió la segunda: “Padres gochos, hijos marranos. No sé lo que les aprendieron en el instituto…”. Terció la tercera: “La culpa es de los profesores de los institutos, que no les enseñaron ni educación ni respeto ni solidaridad ni nada”. La culpa, pues, es mía y de mis compañeros de profesión.
“El Sistema de Poder invirtió en ignorancia. Ahorrando, conseguía menos críticos y más rebaño. Invirtió en permisividad total, en mimo al pobrecito alumno, lleno de razón siempre y de suspensos nunca”
Falso. La irresponsabilidad grupal e individual que observamos frente al virus no es culpa de los profesores de la pública, solo faltaba. Es ─justo al contrario─efecto directo de un Poder o Sistema, cuyos mandamases decidieron durante la década final del siglo XX crear para el XXI consumidores en vez de ciudadanos, anulando –precisamente y como primer paso− la función enseñante de los profesores. Así que pusieron su maquinaria a trabajar en forma de menos tiempo para impartir clase y más para papeleo, papeleo y papeleo inútil. En forma de siglas y siglas vacuas: CCP, JE, JPE, CE, PE… docenas. En forma de menoscabo de autoridad y supresión de capacidad decisoria de esos profes. En forma de adulación descarada a tantos papis y mamis que aceptaron gustosos el chollo de que todo el monte educacional era orégano suyo, de que quedaban liberados de la trabajosa y responsable educación integral del chico, ya no cosa de casa sino solo de la escuela. En forma de no pocos neopedagogos que venían altivos a enseñarnos cómo había que enseñar, mediante cursos curriculares y cursillos curricularillos con tal de huir ellos de la tiza y la chavalería, dos cosas tan engorrosas. Eran los bautistas proféticos de una educación posmoderna y avanzadísima, pimpollos y pimpollas que o no habían dado clase en su vida o habían dado clase allá por la prehistoria. Eran como aquel parroquiano que no paraba de hablar de Stendhal (cortesía de Iñaki Uriarte la cita) y al que alguien preguntó: “¿Pero ha leído usted a Stendhal?, a lo que respondió, tan tranquilo: Hombre, claro. Bueno, personalmente, no, pero...”. Yo les preguntaba: Pero ¿han entrado, estimados neopedagogos sabelotodo, en un aula de adolescentes de estos años?, a lo que respondían tan tranquilos: ‘Hombre, claro. Bueno, personalmente, no, pero...’. Eran los funcionarios de las estadísticas de aprobados, del índice de fracasos escolares y otras zarandajas varias muy bien vestidas de palabrería. Implementaban y articulaban y hablaban neoespañol y valían tanto para la LOGSE como para la LOE, la LOMCE y otras leyes de chiste (¿recuerdan la de Wert?).
En fin, lo que el Poder ordenara para que el profe no fuese profe, el alumno tampoco alumno sino futuro consumidor, y los papás consumistas consumidores exigentes, ya exentos de responsabilidad alguna de crianza. El Sistema de Poder quería ver a los profes rellenando y rellenando papeles y papeles, so pena de expediente al canto. Nada de dando clase. Como consideraba que la educación era cara, invirtió en ignorancia. Ahorrando, conseguía menos críticos y más rebaño. Invirtió en permisividad total, en mimo al pobrecito alumno, lleno de razón siempre y de suspensos nunca, enfrentada la criatura a unos malvados y siniestros profes, empeñados en enseñarles Literatura y Aritmética y hasta Historia y Geografía y otras Humanidades.
Pues ahí los tienen ahora: amorales insolidarios muchos, tengan 20, 30, 40, 50 o la edad que fuere. Lampando por consumir y no privarse de nada, luciendo muy a gala su ignorancia en TikTok u otras redes, haciendo verdad el dicho (gracias de nuevo, Uriarte): “Si la posteridad fuera un lugar, habría en ella más gente oyendo cantar a El Fary que escuchando a Kant”.