La vida adulta decepciona al niño que algún día fuimos. El peso de las responsabilidades nos ancla los pies al suelo, sin permitir que se eleven con la ligereza de una imaginación desbordante. Al crecer, a la mayoría de nosotros nos colocan un corsé; es nuestro uniforme de personas de bien, como si necesitásemos un contrapeso que nos mantenga equilibrados en un escenario marcado por convencionalismos y pautas sociales. Hemos de hacer lo que se espera en nuestro círculo de amistades, en nuestro ámbito laboral e, incluso, en la familia. Seguimos el dictado de la moda y nos escandalizamos cuando un pequeño nos propone combinar rojo con rosa, cuadros con rayas o, sencillamente, sustituir la ñoña lazada que elegimos como complemento para nuestra hija por unas alas de mariposa o un sombrero pirata. Subir a los árboles pasa de ser un reto a convertirse en un peligro y zamparse una bolsa de patatas fritas o más chocolate de la cuenta deja de ser un placer para ser la condena de media hora más sobre la elíptica o la cinta de correr por aquello de compensar el balance de calorías que nuestra mente ha estado calculando mientras el paladar se deleitaba. Qué triste. Los adultos nos centramos en mantenernos vivos y nos olvidamos de qué es vivir. Esto explica que, inmersos en una pandemia, no hayamos visto que los que creíamos nuestros pupilos se han convertido en nuestros maestros.

La vuelta a las aulas ha estado rodeada de miedos lógicos, de una apariencia de caos y de un sinfín de interrogantes. Madres y padres nos hemos pasado semanas pensando cómo proteger a nuestros hijos en un escenario que no podemos, ni de lejos, controlar. Se ha hablado de protocolos hasta la saciedad, sin que ninguno de nosotros vaya mucho más allá de ver unas rayas en el suelo, coloridas mascarillas por todas partes y alcohol para desinfectar una ciudad entera. Al final, no queda mucho más remedio que cerrar los ojos y esperar que, al otro lado de la verja, exista algo de seguridad en un contexto en el que solo un iluso puede esperar que no vaya a estallar el modelo de aulas-burbuja que nos han vendido. Y es que, simple y llanamente, un niño no puede crecer feliz dentro de una burbuja.

Mis hijos vuelven del colegio con historias que me encogen el corazón y que ellos, lamentablemente, ya empiezan a concebir como normales. La crueldad de la Covid-19 llega hasta este extremo: robar la normalidad a los niños.

- Mamá, hoy en el colegio vi a mi hermano en el patio de los pequeños, me dice con una sonrisa de oreja a oreja mi hija de solo seis años, vigilante en el primer año escolar para su hermanito.

- ¿Qué bien! ¿Hablaste con él?

-S í, me dejaron acercarme un poco a la alambrada. No pegada, claro. Lo llamé desde allí y me enseñó a su amigo Lucas.

Ella estaba henchida de felicidad y orgullo. Yo, de tristeza. Unos días después regresa con otra anécdota. Echaba mucho de menos a un amigo que va en la clase de al lado. Como no podían compartir la misma zona del patio, se les ocurrió colocarse uno a cada lado de la cuerda que separa sus áreas de juego y merendar así juntos durante el recreo. No pude reprimir que la escena de El niño del pijama a rayas llegase a mi mente. Dos amigos separados por una alambrada odiosa: en la película por la estupidez humana -que llega a límites insospechados- y, en la vida real, por un virus que a unos nos mata y a otros, en el mejor de los casos, nos hace vivir como presos.

El mundo tiene que seguir girando. Entiendo que la normalidad, aunque ya no exista como la recordamos, tiene que imponerse. Es necesario para la economía, al menos eso dicen. Sin embargo, me enerva ver cómo los políticos se rebozan en el barro buscando salir a flote y no hundirse en la pérdida de confianza del ciudadano. Me indigna ver cómo las cifras de contagio continúan subiendo, aunque muchos parezcan empecinados en evitar que se manejen estos datos a nivel municipal, como si quisiesen esconderlos bajo la alfombra para darnos apariencia de normalidad, escudándose en la protección de la identidad del paciente. Pero, ¿de qué identidad hablamos? Hace meses que todos nos hemos vuelto, más que nunca, números que dibujan una curva. No se trata de poner nombres y apellidos a los contagios, pero estoy convencida de que saber dónde están los focos o en qué lugares sube la transmisión del virus solo ayuda a que no bajemos la guardia. En tiempos en los que no podemos abrazar a los amigos, el enemigo, cuanto más vigilado de cerca, mejor.

Con los niños se han cometido injusticias durante esa pandemia. De inicio, los tildamos de supercontagiadores y los encerremos de primeros. Después, los dejamos salir una horita al día y, más tarde, los metimos en las aulas casi a empujones, cubiertos con un velo de incertidumbre tan grueso que hasta muchos padres se retrasaron en comprarles los libros por si todavía había marcha atrás. Quienes tienen la sartén por el mango se afanan en escribir El libro gordo de Petete versión protocolo y medidas de seguridad que son, en gran parte, una utopía. ¿De qué vale una burbuja en el aula si luego las metemos todas juntas en el autobús escolar o en el parque? ¿De qué vale que cada cera lleve el nombre del propietario si después es imposible controlar que se hagan regalitos que han traído escondidos en el estuche o que se cojan de la mano? ¿Qué profesor de Infantil le va a negar un abrazo a un niño que llora sin consuelo porque se encuentra en un entorno desconocido con personas que tienen que ocultarle su sonrisa detrás de una máscara? Para muestra, un botón: el otro día a una madre se le saltaban los ojos de las cuencas a la salida de un colegio de A Estrada al ver la botella de agua que traía consigo su hijo. La etiqueta no dejaba lugar a la interpretación: LUCAS. Eso sí, el nombre no correspondía al feliz escolar que trataba de descifrar a qué se debía la cara desencajada de su madre, que podía apreciase, incluso, con el disimulo de su boca cubierta.

Si durante el confinamiento los niños nos han dado una lección, su vuelta al colegio es para matrícula. Han asumido las reglas mejor que nosotros mismos. Las mascarillas y el gel hidroalcohólico han sustituido a los juguetes que antes llevaban como polizones en sus mochilas. Son los nuevos cromos y disfraces de superhéroe, compitiendo con dibujos, aromas y dispensadores de lo más variopinto. Los adultos podemos llevar la mascarilla de bufanda o de codera, pero niños de corta edad la aguantan estoicamente toda la mañana, sin más descanso que el ratito de la merienda. Y no se les escucha protestar porque les molesta para respirar, les estorba para tomarse el café o para fumarse el cigarro. Continúan con ella colocada y salen del aula tan campantes y felices. No visten un pijama a rayas. Algunos llevan mandilón de cuadros y otros una pesada mochila. Sin embargo, todos ellos nos enseñan algo que la nueva normalidad nos ha hecho olvidar y que el cine también nos podría ayudar a recordar: la vida es bella.