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El último atardecer

He ido este verano algunas tardes a los acantilados entre Baiona y el cabo Silleiro con la esperanza de ver el rayo verde. Dicen que se puede contemplar durante un instante cuando el sol se pone bajo el horizonte del mar. No he tenido la suerte de disfrutar de este fenómeno, pero sí de presenciar atardeceres gozosos en los que el cielo se iba tiñendo de color rojo mientras el astro rey caminaba hacia su ocaso.

Madrid tiene una luz velazqueña y sus puestas de sol en otoño son verdaderamente bellas. Pero nada comparable a estos atardeceres de Galicia en los que siempre siento la sensación de estar en los confines del mundo. No hay más allá, solo miles de kilómetros de agua hasta la costa americana. Esto es Finisterre, el punto más occidental de la Península y el límite de nuestra vieja civilización.

Antes de volver a Madrid y concluir mis vacaciones en las Rías Baixas, la última tarde fui a un mirador en Baredo, en la impresionante carretera de Baiona a A Guarda que bordea el océano. Hacía un día espléndido y soplaba el viento del Norte que refresca la atmósfera y las almas. Solo había una pareja, un hombre y una mujer de unos 70 años, que estaban sentados en un banco mirando hacia el horizonte. Estaban cogidos de la mano, absortos en el descenso del sol y el sonido de las olas. No les oí pronunciar una sola palabra.

No puedo expresarlo con el lenguaje del alfabeto pero hay algo que me conmovió en esta pareja. No necesitaban decirse nada. Estaban simplemente juntos, seguramente tras una larga vida en común. Probablemente tenían hijos mayores. Las arrugas marcaban su rostro, que, iluminado por los últimos rayos solares, les daban un aspecto espectral. Pero no eran fantasmas, eran bien reales. Se levantaron y desaparecieron en la oscuridad, camino a Baiona.

Me quedé solo durante unos minutos, agradeciendo al destino la suerte de haber podido disfrutar de ese último atardecer en Galicia junto a esa pareja, el perfecto contrapunto del espectáculo único e irrepetible de cada puesta de sol, ese momento mágico en el que se fusionan el día y la noche.

Me sentí profundamente triste por tener que regresar a Madrid y por el final de mis largas vacaciones, pero también reconfortado por la belleza del momento y el recuerdo de aquella pareja que probablemente no volveré a ver. La noche había caído y las luces de los automóviles iluminaban la carretera, mientras los faros en la costa parecían diminutas islas luminosas en el mar.

Galicia tiene unos caminos y unos paisajes de ensueño, es un paraíso gastronómico, hay cientos de iglesias románicas perdidas en aldeas remotas y es la tierra de los mil vinos. Pero no hay nada como esos atardeceres que nos evocan la fugacidad de las cosas y la imposibilidad de atrapar el tiempo.

Escribía Hegel que el presente es una ficción porque cuando representamos una imagen en nuestra conciencia, en el momento de fijar lo que hemos visto, ya no existe porque ha cambiado. Lo decía de otra forma el sabio griego Heráclito: no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Eso es lo que sucede con los atardeceres y el amor. Son por naturaleza perecederos y temporales. Pero eso no hace más que acrecentar su esplendor.

Mientras volvía a Madrid en mi coche con mi familia, soñaba ya con el próximo verano en Baiona, con el olor a salitre, con el tacto de la arena en las Islas Cíes y con esas increíbles puestas de sol que intento atrapar en mi retina y que se desvanecen hasta parecer irreales cuando abandonó Galicia. Todavía no pierdo la esperanza de ver el año que viene el rayo verde.

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