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Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

Lo que sí se lee y no se escribe

Leo bastante, aunque menos de lo que debiera. Al igual que todos, mediante la lectura obtengo nuevos conocimientos que, añadidos a los ya adquiridos y a mi personal aprendizaje y experiencia, estructuran mis propias reflexiones, pensamientos e ideas. De todas ellas, unas se quedan en meras abstracciones, otras me generan opiniones e inclinaciones, y algunas me atrevo a pasárselas a ustedes en estos sueltos dominicales. No me importa confesarles que hay ciertos asuntos, conceptos y opiniones que nunca llego a expresar en voz alta y menos a escribirlas. Las causas que frenan el espíritu batallador que arrastro dentro, y me llevarían a manifestar cuanto quiero, desprecio o respeto, son múltiples. Enumeraré algunas. Mi ignorancia o limitaciones en el arte de la escritura. La falta de certidumbre que me hace dudar sobre la realidad de mi pensamiento. La posible incomprensión y rechazo, razonable o no, con que pueden ser recibidas mis afirmaciones. El conservadurismo propio que me imponen los años. El deseo de no molestar a los vivos o sus descendientes con temas ya olvidados. En todas ellas subyacen, en distintos grados, la insuficiencia, la prudencia o la poquedad.

Superando estas limitaciones y reservas, sobre la relación existente entre la lectura y la escritura, Jorge Luis Borges Acevedo (Buenos Aires, 1899 - Ginebra, 1986), escribió en Elogio de la sombra (1969), uno de los poemas más citados en la historia de la literatura, bajo el título Un lector, cuyo texto reza: "Que otros se jacten de las páginas que han escrito; / a mí me enorgullecen las que he leído. / No habré sido un filólogo, / no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa / mutación de las letras, / la de que se endurece en te, / la equivalencia de la ge y de la ka, / pero a lo largo de mis años he profesado / la pasión del lenguaje. / Mis noches están llenas de Virgilio; / haber sabido y haber olvidado el latín / es una posesión, porque el olvido / es una de las formas de la memoria, su vago sótano, / la otra cara secreta de la moneda. / Cuando en mis ojos se borraron las vanas apariencias queridas, / los rostros y la página, / me di al estudio del lenguaje de hierro / que usaron mis mayores para cantar / espadas y soledades, / y ahora, a través de siete siglos, / desde la Última Thule, / tu voz me llega, Snorri Sturluson. / El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa / y lo hace en pos de un conocimiento preciso; / a mis años, toda empresa es una aventura / que linda con la noche. / No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte, / no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd; / la tarea que emprendo es ilimitada / y ha de acompañarme hasta el fin, no menos misteriosa que el universo / y que yo, el aprendiz". Así es, el poema refleja lo que era Borges, el humanista que lo ha leído todo, utiliza múltiples fuentes, domina el lenguaje y lo vuelca, sin restricciones ni cautelas, en una extensa, brillante y acertada obra escrita.

En mi caso, en funciones de escribidor eventual, trato siempre de ser explicito, aunque he de confesar que a veces escapo de algunos temas por el temor a no acertar en cómo expresarlo. Es fácil comprender que, en razón de mi profesión, me encuentre más cómodo con temas médicos y paramédicos; no obstante, mis lectores saben que toco casi todas las materias, lo que es por parte de este escribidor un atrevimiento, si bien no exento de diversión. Son siempre temas comprometidos la política y la religión. Hagamos hoy una excepción.

En la actualidad y durante un tiempo limitado, el calendario electoral español está saturado. Los posibles votantes hemos sido llamados, o lo seremos, a las elecciones generales, municipales y autonómicas. Vaya por delante que creo con firmeza que no hay mejor forma de gobierno que la democracia, en la que el poder es ejercido por el pueblo, mediante formas legítimas de intervención en la toma de decisiones y en la que el mecanismo fundamental de participación de la ciudadanía es el sufragio universal, libre, igual, directo y secreto, a través del cual elige a sus dirigentes o representantes para un período determinado. El máximo representante de los ciudadanos en una democracia es quien ejerce el poder ejecutivo, es decir, el presidente del gobierno. No obstante, otros cargos ejecutivos de rango regional o local, lo mismo que cargos legislativos, son también atribuidos democráticamente mediante el voto. La democracia es entonces el gobierno de las mayorías pero, al mismo tiempo, exige no dejar de lado los derechos de los individuos ni desatender a las minorías. Además, se caracteriza por la protección de las libertades civiles y de los derechos individuales, y la igualdad de oportunidades en la participación en la vida política, económica y cultural de la sociedad, al tiempo que su principal característica es el respeto por los derechos humanos. Dicho esto, tampoco podemos ocultar sus limitaciones, sobre las que reflexioné, sin compartir, al volver a leer estos días el libro La voluntad (Madrid: Renacimiento; 1902), de José Martínez Ruiz "Azorín" (Monovar, Alicante, 1873 - Madrid, 1967). La novela refleja la España negra, mazorral y profunda, sumergida, siglo tras siglo, en el estoicismo y la tristeza, entre la muerte y la fiesta. El autor hace un recorrido por los ámbitos del desengaño -religión, filosofía, ciencia, política, literatura?- acumulando decepciones y frustraciones y repasa sus opciones ideológicas y las de las posiciones y conductas a las que llevan. En mano de uno de sus personajes, Enrique Olaiz, hace patente la desigualdad de los hombres, en razón de su naturaleza y como consecuencia de su libertad. Al tiempo, Azorín expone sus dudas sobre la democracia como dogma, dado el absolutismo del número. El texto ha de ser interpretado bajo la consideración del momento en que fue escrito; sin embargo, estimo merece ser leído. En cualquier caso resulta innegable que la democracia sí tiene limitaciones. Por un lado, la minoría ha de plegarse la mayoría, y esa minoría puede ser muy amplia y no sentirse representada. Por otra parte, nunca existe garantía de que aquel que he elegido, actúe como ha prometido y de acuerdo al programa por el que lo he votado. Dicho de otro modo, el representante de esa mayoría elegida, a la vista de la situación puede cambiar lo previsto, situación en la que dejo de ser sujeto activo de ese programa. Por el contrario, yo sí tengo que aceptar ese cambio de decisión porque no puedo ni debo arriesgar el sistema político.

Sin poner en duda el valor del sistema democrático y el derecho al ejercicio del voto, lo que sí es real es que el voto debería ser la consecuencia de un ejercicio intelectual prudente y sosegado, al margen de las pasiones políticas y enconadas exaltaciones. Hace poco tiempo leía Sofrólogos y sofrólogas de Andrés Trapiello, en el Magazine (03.03.2019) que acompaña a este periódico. El escritor nos alertaba sobre la diferencia entre inteligencia y velocidad a la que hablan nuestros políticos, a propósito de lo que nos contaba el origen de la expresión "hablar como un sacamuelas", que no es más que hablar mucho y deprisa para distraer al paciente del dolor infringido. Este modo de sofrología rudimentaria de los políticos dejaría a Cantinflas en flemático racionalista y sería comparable a la táctica de vendedores ambulantes y charlatanes. La finalidad de alguno de estos políticos es clara: embaucarnos con sus palabras rápidas, y a veces irracionales, para que votemos lo que ellos quieren, al tiempo que nos hacen olvidar sus contradictorias afirmaciones previas y sus incumplimientos.

Ante tal panorama, no queda otra que escuchar sin apasionamientos a unos y otros y votar en consecuencia y en conciencia, bajo la estimación de que nuestro voto es nuestra más activa y directa capacidad de intervención e influencia en la toma de decisiones. Asimismo, hagámoslo teniendo en cuenta nuestros valores, principios y creencias. Para aquellos que somos creyentes y profesamos adhesión a una religión determinada, en mi caso la católica, la Iglesia puede y debe orientarnos. La Iglesia ha de ocuparse de las grandes cuestiones éticas y sociales de nuestro tiempo. "No ha de hacer política, pero tiene que juzgar los problemas de la economía y de la política a la luz de la Palabra de Dios, tiene que ser crítica y constructiva al mismo tiempo". Son palabras recogidas en el libro de Joseph Ratzinger: Ser cristiano en la era neopagana (Madrid: Ed. Encuentro; 1995), cuyas páginas se abren con una preliminar que contiene una frase del teólogo católico alemán Hans Urs von Balthasar: (Lucerna, 1905 - Basilea, 1988) "No se trata de hacerse el valiente con fanfarronería, sino de tener verdadero valor cristiano para exponerse?"

Y para terminar, dando un paso atrás en el tiempo, no me resisto a referirme a un interesante libro, escrito por el presbítero y escritor liberal Joaquín Lorenzo Villanueva (Játiva, 1757 - Dublín, 1837): Catecismo del Estado según los principios de la Religión (Madrid: Imprenta Real; 1793). Las afirmaciones y generalizaciones que contiene no son admisibles en el concepto actual de democracia. El autor no recomienda la separación de la razón de la Religión, ni del hombre cristiano del ciudadano; sin embargo, afirma: "No se desentiende la Religión de las necesidades públicas del Estado, ni de las particulares de cada uno de sus miembros. Lo que hace es elevar al hombre hasta hacerle llegar al principio de la autoridad pública: ennoblecer los oficios del Estado [?] La Religión no sufre ni puede sufrir en sus miembros independencia de la autoridad temporal: mándales que veneren las potestades, que se sometan á ellas, y las obedezcan en lo que no se opone al orden ni á la voluntad de Dios: y que por conciencia se sujeten a la constitución del Estado". La obra, que me llegó generosamente de la mano de don Miguel Ángel González García, merece una exégesis más detallada, que quedará aplazada para otro suelto.

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