La clase media es, en el fondo y en cierto sentido, la gran damnificada de la crisis. Los ricos han multiplicado su fortuna porque el parón redobló sus oportunidades para adquirir empresas o negocios a precios de saldo. Los necesitados, que ya partían en una situación precaria, han logrado al menos mantener intacta su red de protección, cuando no aumentado las ayudas para soportar los sinsabores. La situación de las personas que peor lo pasan en mitad de la tormenta ha ocupado el centro de la acción de los partidos durante estos años. En algunos lugares, como Galicia, el esfuerzo del Gobierno autonómico se ha centrado casi exclusivamente en eso: restringir las inversiones en favor de lo social. Pero ese conjunto de españoles, y gallegos, que, sin ser pudientes ni pobres, se desloma cada jornada para labrarse una posición desahogada y legar un futuro mejor a sus hijos ha sido permanentemente ninguneado.

Por clase media entiende la OCDE aquellas personas que disfrutan de unos ingresos entre el 75% y el 200% de la renta nacional. En España equivaldría a la franja que percibe entre 11.400 y 30.500 euros anuales. Los de ese percentil salarial viven desde que estalló la burbuja objetivamente peor que antes. Han visto congelados sus emolumentos, cuando no menguados para mantener la competitividad de las empresas. Han afrontado un aumento constante en el coste de los alimentos, la educación y los combustibles. Comprar una casa requiere en la actualidad un tercio de la renta disponible cuando en los años 90 del pasado siglo apenas representaba un cuarto. Imposible para un joven que inicia su andadura laboral embarcarse en una propiedad inmobiliaria.

Y qué decir de los impuestos. Quien ya goza de la fortuna de disponer de un hogar propio comprueba cómo las administraciones lo estrujan para mantener la recaudación. Con este fin, y en primera instancia, la Axencia Tributaria de Galicia (Atriga) aplicó un nuevo sistema de valoración de inmuebles que, basado supuestamente en los precios medios de cada concello, llegó a disparar el valor de tasación de los pisos en un 40% de media. Facenda optó después -tras una enorme litigiosidad, con una avalancha de resoluciones a favor de los propietarios- por aplicar un coeficiente para "actualizar" al alza el valor catastral, también tumbado por el Supremo. La intención, elevar a toda costa la recaudación a pesar del pinchazo de la burbuja inmobiliaria y a que el precio medio de la vivienda hubiese experimentado un descenso superior al 22% en Galicia; solo en Pontevedra, para los pisos de segunda mano, la depreciación rozó el 30%.

Al empleo lo amenazan las frecuentes podas. Uno fijo no supone una rampa para prosperar. El ascensor social, la lícita aspiración de progresar trabajando mucho, quedó averiado en esta embestida. Una realidad demoledora porque frustra las expectativas y extiende la sensación de injusticia. Todo puede empeorar por las malas perspectivas del déficit y la deuda.

Una nómina mileurista despreciada hace una década equivale hoy a un logro por la rebaja de la exigencia de poder adquisitivo. El "low cost" llegó para quedarse. Cuando cae el consumo también lo paga la clase media, integrada por muchos autónomos. La nómina de afiliados del régimen general en Galicia creció en el último año más de un 3%, con una suma de 23.000 cotizantes. Por el contrario, se perdieron 3.000 empleados por cuenta propia; en el conjunto de España este colectivo medró en 24.000 personas, lo que supone un incremento de siete décimas. Galicia es precisamente la comunidad que más trabajadores por cuenta propia pierde del país, por encima de Asturias, País Vasco, Aragón, Castilla-La Mancha, Navarra y Castilla y León.

En este caldo de cultivo de aspiraciones fundamentales desvanecidas, en ese clamor en el desierto, reverdece el populismo. Los populismos provocan desastres comprobables. Los descontentos los ignoran porque creen que no les queda otro camino que adherirse al simplismo ideológico para propinar una patada al sistema y obligarlo a ofrecer respuestas.

"Tienen que escuchar las preocupaciones de la gente y proteger y promover el nivel de vida de la clase media", reclama el mexicano Ángel Gurría, secretario general de la OCDE, a los políticos. Está en juego la espina dorsal que garantiza el buen funcionamiento de la democracia y modera los extremismos, el motor principal de la actividad. Los partidos ligan muchas de sus prioridades a grupos específicos, algunos minoritarios. Este no figura entre ellos.

La desigualdad, entre personas o entre territorios, revienta la cohesión. La inercia de campaña lleva a lanzarse a la yugular del enemigo y a hablar con revanchismo de izquierda y derecha, de derecha e izquierda. Predomina el griterío, el artificio malabar y el mensaje a las vísceras para adherir a los fieles y resucitar a los infieles. Nadie tiene un proyecto de país, ni plan alguno para rescatar a esa mayoría de la sociedad que ve comprometido su peso económico y su estilo de vida. Luego, que nadie lo dude, vendrán los lamentos.