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EL ESPÍRITU DE LAS LEYES

El paciente inglés

Forma parte de los genes de todo constitucionalista, ya desde Montesquieu, la admiración por el sistema constitucional inglés. Este sentimiento se proyecta sobre cada una de las grandes etapas históricas del desarrollo del parlamentarismo en Inglaterra, a partir de la Gloriosa Revolución de 1688 en adelante. Incluso hoy, aunque ese sistema se caracterice claramente por la preeminencia del Primer Ministro en la dirección de la política británica, siguen admirándonos la vivacidad de los debates en la Cámara de los Comunes y la independencia de que a menudo hacen gala los diputados frente a sus propios partidos. ¡Ventajas de las elecciones en pequeñas circunscripciones uninominales y de la estrecha relación consiguiente entre diputados y electores!

La ardorosa discusión del Brexit en las sesiones parlamentarias de las últimas semanas a muchos nos ha maravillado. Es, en especial, admirable la imparcialidad y capacidad de control del "Speaker", John Berkow, sobre lo que en otro caso, y a ojos continentales, parecería una turba de pugnaces bucaneros; e igualmente su coraje y tenacidad al defender frente al Gobierno de su partido los viejos usos y procedimientos parlamentarios según se documentan en el célebre tratado de Thomas Erskine May. He ahí toda una lección de cómo se ejerce la presidencia de una Asamblea representativa, que en nuestro tosco régimen parlamentario se supedita servilmente a los intereses del Ejecutivo y/o del partido mayoritario.

A los británicos les apasiona la política, como ya había observado Madame de Staël en 1810: los negocios, el Parlamento y la Administración, escribía, ocupan todas las mentes, y los intereses políticos son el objeto principal de reflexión. Se convendrá fácilmente así mismo que les apasiona otro tanto el teatro. ¿Y qué es el Brexit sino una perfecta síntesis de política y teatro?

El movimiento de los "brexiters", en tanto que populismo transversal, interpartidista e interclasista, obedece, desde luego, a la más burda y deleznable demagogia. La grisura de la existencia de la gran mayoría requiere emociones gregarias e identitarias de carácter fuerte: el sentimiento imperial y la pulsión futbolística, por ejemplo. En ambos casos se persigue la gloria, que no consiste en realidad más que en la divisa del Liverpool F.C.: "Nunca más caminarás solo". Ocurre, sin embargo, que el Imperio británico se esfumó de modo irremediable (poco antes del ingreso de Gran Bretaña en el Mercado Común, precisamente) y en su lugar actúan como marcos de referencia la Unión Europea y la globalización, con su secuela de migraciones y erosión de las identidades histórico-culturales nacionales.

Hay, por supuesto, otros factores relevantes a tener en cuenta: en un mundo tan competitivo las retribuciones de los trabajadores menos cualificados disminuyen apreciablemente. Y, en fin, Bruselas supone una importante merma de los poderes de los Estados miembros, eso que con discutible exactitud se denomina "pérdida de soberanía".

En realidad, a los partidarios del Brexit les sucede como a los independentistas de toda laya y a los onanistas perezosos: quisieran estar fuera (de la UE) con las ventajas de estar dentro. No son, sin embargo, los únicos: el euroescepticismo afecta seriamente a los países del Grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, Chequia y Eslovaquia) y a segmentos de población cada vez más extensos de los propios Estados fundadores del proyecto europeo, según demuestran los preocupantes populismos de derecha existentes en ellos.

Ahora bien, pasada la euforia de los "brexiters" tras el referéndum de 2016 (que nos parece tan lejano, algo perdido en la noche de los tiempos), la dificultad de establecer los términos de la retirada del Reino Unido y hasta la conveniencia de la misma están poniendo patas arriba al viejo Parlamento de Westminster. Los diputados británicos se debaten (nunca mejor dicho) angustiosamente entre la nostalgia y la lucidez, y les cuesta salir del trance en que los euroescépticos han puesto a una nación que ya no gobierna sobre las olas. ¿Qué quiere este paciente inglés que está poniendo a prueba la paciencia europea? De Gaulle se opuso tenazmente en su día al ingreso de los británicos en el Mercado Común, y Harold Wilson, el Primer Ministro que comandó ese ingreso, lo hizo sin entusiasmo alguno. ¡Para que luego digan que los matrimonios de conveniencia son los que más duran!

No obstante lo cual, creo que se trata de un buen matrimonio. Amigos británicos, piénsenlo mejor y quédense.

*Profesor emérito de Derecho Constitucional

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