Martin Amis manifestó una vez su asombro ante la idea, ahora muy extendida entre los partidos populistas, de que los representados quieren que sus representantes sean "gente corriente". Recordaba el novelista británico que esas mismas personas, quienes depositarían el voto basándose en el nivel de campechanía de sus líderes, suelen recurrir a las denostadas "élites" cuando acuden al médico o reclaman los servicios de un abogado, pues pretenden, como es lógico, contratar a los mejores, no a los más cercanos ni a los más simpáticos, sabiendo que la formación intelectual, la experiencia y el prestigio son requisitos deseables en dichas disciplinas. Porque a veces lo que está en juego es su honor o su economía, su salud o su libertad. Y si se trata de poner todas esas relevantes cuestiones en manos de terceros, más vale que estos últimos presenten una dilatada carrera profesional y acumulen un buen número de diplomas en la pared, a ser posible obtenidos en el lugar físico donde se halla la institución que aparece reflejada en ellos. Poco importa si un urólogo, para entendernos, encarna los valores del Pueblo.

Resulta difícil comprender por qué en la política, cuyo impacto en el bienestar de los ciudadanos es igual de transcendente -hasta el punto de que aquellos que la ejercen parecen ser los responsables de nuestras desgracias-, no debería de aplicarse la misma razonable exigencia. Amis comentaba aquello tras el entusiasmo que había despertado Sarah Palin en las elecciones de 2008, cuando esta se presentó como candidata a la vicepresidencia junto a John McCain. Se decía entonces que el senador de Arizona, miembro del establishment republicano, necesitaba una persona que representara a la llamada "América real", con los problemáticos estereotipos que arrastra ese concepto. La única aportación de la gobernadora de Alaska a la campaña consistía en "simbolizar" las tradiciones del país (familia, armas, fe, etcétera), según los propios especialistas que con tanto entusiasmo la eligieron y que tanto arrepiento exhibirían después, una vez conocidas sus dudosas capacidades para desempeñar el cargo, al caer en la cuenta de que la Vigesimoquinta Enmienda podría convertirla en presidente.

Puede que Sarah Palin realizara una labor respetable al mando de su Estado, pero los asesores de McCain no la llamaron por ese motivo: estaba allí porque los votantes se sentirían "identificados" con ella. Algunos fichajes anunciados para las elecciones generales del 28 de abril sugieren una pretensión similar. Que toreros, pastores evangélicos y empresarios sientan la llamada del servicio público es una buena noticia. Como también lo es que militares veteranos quieran participar en el proceso democrático, normalizando el ámbito castrense a través de la dinámica parlamentaria. Convendría reflexionar, sin embargo, sobre las razones por las cuales estas personas en realidad han sido convocadas, si fueron incorporadas a las listas para promover algunas causas, enriqueciendo el debate gracias a sus conocimientos específicos, o para representar ciertas identidades que ahora resultan electoralmente rentables. La política se está abriendo a la sociedad civil. Sin duda. Pero más interesante sería incluso que la sociedad civil se abriera, por fin, a la política. De ese modo hallaríamos más vocación y menos oportunismo, y nos evitaría padecer una campaña que acabe transformando la democracia en un destructivo espectáculo para el cual no se necesite saber sino tan solo parecer.